PARTE II.- El ciclo de las revoluciones burguesas del siglo XIX en Europa

Dos olas de revoluciones burguesas y sus repercusiones en Europa

Como resultado del ciclo iniciado por la revolución francesa, continuado por el imperio napoleónico y concluido con el proceso de restauración europea, se configuró una situación de amalgamiento entre el liberalismo y el nacionalismo, que convergieron como corrientes ideológicas abanderadas en las tres grandes olas revolucionarias que sacudieron a gran parte de Europa durante la primera mitad del siglo XIX, y a las que posteriormente se añadieron las ideas socialistas durante las revoluciones de 1848. Las primeras convulsiones surgieron en las entrañas de las principales potencias, como fue la rebelión polaca de 1815, aplastada por Rusia, y las revueltas sociales en pro de una reforma parlamentaria que sacudieron a Inglaterra entre 1817 y 1819; procesos que, al ser derrotados, derivaron en un endurecimiento represivo en ambos países y el fortalecimiento de la contrarrevolución restauracionista en Europa.

Pero de esos antecedentes emergió la primera gran ola revolucionaria en Europa, que tuvo sus momento más álgido entre los años 1820-21, agitando todos los países del Mediterráneo, desde España hasta Grecia, pasando por Portugal e Italia. Los oficiales republicanos españoles y portugueses dieron la señal de inicio; los primeros, al derribar al rey y restablecer la Constitución liberal de 1812, y los segundos, al introducir una Constitución radical en Portugal; hechos que repercutieron incluso en la independencia de las antiguas colonias ibéricas en América. Paralelamente, en Italia y Grecia se formaron coaliciones liberales de oficiales, funcionarios e intelectuales que lucharon por el establecimiento de una República y por la liberación de sus países del dominio austriaco y turco, respectivamente. Aunque los procesos de esta primera ola fueron derrotados y los viejos regímenes restaurados mediante la intervención armada de Francia en España, Austria en Italia, Turquía en Grecia e Inglaterra sobre Portugal, sin embargo, las sublevaciones populares fracturaron el equilibrio europeo, agudizando el antagonismo de intereses entre las potencias, que les impidió intervenir de manera unánime en los conflictos.

A lo largo de la década de los 20’s se produjeron una serie de acomodos geoestratégicos en los que Inglaterra se erigió en alfil del equilibrio entre potencias a nivel europeo y transatlántico, al expandir sus dominios a costa de las antiguas potencias coloniales ibéricas que fueron desplazadas. A su vez, en varios países se volvieron crónicos los conflictos internos entre las élites reinantes conservadoras, que buscaban impedir toda transformación, y las fuerzas liberales que perseguían la democratización de sus sociedades y la liberación de sus países. En medio del clima represivo que caracterizó ese periodo, los grupos revolucionarios se vieron obligados a adoptar formas conspirativas como los carbonarios italianos y los filiki eteria en Grecia, entre otras expresiones. Bajo ese cúmulo de tensiones, estalló una segunda ola revolucionaria europea que fue más amplia (abarcando ya no solo a Estados secundarios sino a algunas potencias principales), y logrando esta vez algunos cambios políticos en diversos países.

La segunda ola inició en Francia con las “Tres jornadas gloriosas” de julio de 1830. El reinado de Luis XVIII, cimentado en la Carta de 1814 que representaba un compromiso entre los principios realistas y republicanos, había resultado demasiado liberal para los sectores más reaccionarios de la Monarquía borbónica, por lo que decidieron sustituirlo por Carlos X, quien llegó al poder en 1824 apoyado en la Iglesia y las facciones ultramontanas de la realeza. El período de su reinado se caracterizó por la represión hacia toda oposición, lo que no impidió la formación de sociedades secretas que expresaban el creciente descontento popular y de sectores burgueses que se habían visto excluidos en la restauración de 1815. Los intereses del pueblo y la burguesía coincidieron al ver el riesgo de que el reinado de Carlos X conllevara la reinstalación de los privilegios aristocráticos, expresado en diversas leyes como las de sacrilegio, primogenitura e indemnización de los emigrados; aunque fueron desechadas por la oposición liberal en la Cámara, esto no arredró al rey, quien impuso una ley de censura, que acabó crispando los ánimos y generando una crisis ministerial.

La crisis política acentuó la oposición liberal, por lo que Carlos X intentó un golpe institucional publicando las Ordenanzas de Saint-Claude (25 de julio de 1830) que reforzaban la censura, disolvían la Cámara y reducían el régimen electoral, limitando con ello los derechos políticos del pueblo y de una parte de la Burguesía. A lo anterior, se añadió la crisis económica provocada por una combinación de malas cosechas, baja financiera-comercial y el alza de precios, miseria y desempleo; que se combinaron para hacer estallar las insurrecciones del 27 al 29 de julio, que produjeron el derrumbe de la Monarquía borbónica. El día 26, las reuniones y manifestaciones dirigidas por la burguesía liberal en defensa de la Carta de 1814, rápidamente escalaron -pese a la indecisión de los líderes pequeñoburgueses- por la intervención de las masas populares de París, que pasaron a la acción arremolinándose en las plazas públicas al grito de ¡Viva la Carta! ¡Abajo el ministerio!

El 27 comenzaron los acontecimientos decisivos al publicarse en diversos periódicos una protesta firmada por distintas personalidades liberales, por lo que el rey mandó incautarlos y encarcelar a los firmantes, a lo que los obreros de las imprentas respondieron con violentos enfrentamientos en defensa de sus puestos de trabajo. Mientras los diputados liberales elucubraban proyectos parlamentarios para anular las Ordenanzas y sustituir al ministerio, sin tocar al rey; por su parte, las masas tomaron la iniciativa levantando barricadas para enfrentarse con las fuerzas policiales. Tras la caída de los primeros asesinados se enardecieron los ánimos populares, convirtiendo el motín en una insurrección masiva que se apoderó del centro y este de París, logrando tomar el Ayuntamiento y obligando a las fuerzas del orden a replegarse. Esto lo aprovecharon los diputados burgueses para intentar negociar con el rey un alto al fuego a cambio de revocar las Ordenanzas y sustituir al ministerio, con la promesa de poner fin a la insurgencia popular.

El rey, sintiéndose aún fuerte, respondió con un rotundo rechazo y con órdenes de arresto contra los liberales. Esta acción encendió a las masas y sumó a nuevos contingentes a la revolución, causando la deserción y el desorden en las fuerzas militares, con lo que el pueblo se adueñó por completo de París. El desconcierto generalizado en la realeza fue aprovechado por la Burguesía para obligar a Carlos X a suprimir las Ordenanzas y destituir el Ministerio, pactando además la inserción de opositores liberales en el gabinete así como la abdicación del rey y el ascenso al trono del Duque de la casa de Orleans. Además, se formó una comisión municipal provisional en París y la Guardia Nacional se puso al mando de Lafayette, con lo que se contuvo por vía institucional toda posibilidad de que reviviera la experiencia revolucionaria de la Comuna parisina. En esas condiciones el rey abdicó en favor de su nieto, solo para dar paso a la investidura de un nuevo monarca, Luis Felipe, “rey por gracia de Dios y voluntad de la nación”.

Con ello, quedó sellada la usurpación ejecutada por la oposición liberal burguesa, que despojó del poder no solo al rey sino, sobre todo, al pueblo francés que con su lucha había logrado derribar a la dinastía borbónica. Las aspiraciones democráticas del pueblo y de los grupos republicanos quedaron frustradas con el pacto llevado a cabo entre la burguesía y la realeza, que constituyó la base de la Monarquía de Julio, encabezada por el “Rey burgués”, conocido así porque durante su reinado la burguesía financiera y comercial amplió su poder político: “a una aristocracia de cuna le sucedió una aristocracia de dinero”. El saldo final fue el establecimiento del régimen monárquico-constitucional de 1830, que rescató algunas de las conquistas de 1789 suprimidas durante la Restauración y amplió la presencia de la burguesía liberal en el gobierno, sin embargo, ello se obtuvo a costa de relegar las problemáticas sociales planteadas por los sectores populares.

La rápida consecución de los acontecimientos revolucionarios en Francia impactó inmediatamente en el resto de Europa, no dejando margen a las potencias para reaccionar e intervenir en el proceso. Ello animó a los pueblos de otros países para emprender una lucha decidida por democratizar sus regímenes políticos; así durante el otoño de 1830 se sucedieron levantamientos en Bélgica, Suiza y Alemania, alcanzando también a Inglaterra, que vio caer al conservador gabinete tory que había gobernado por medio siglo. A principios de 1831, la chispa se extendió a Polonia e Italia. Los efectos de cada proceso se vieron influidos tanto por las relaciones de fuerza al interior de cada país como por la actitud que tomaron las potencias extranjeras en cada caso.

El peligro de una expansión revolucionaria y los problemas internos que enfrentaba cada potencia, las inclinaron a reconocer prontamente a Luis Felipe como nuevo rey de Francia, aunque ello violara el principio de legitimidad dinástica. La misma fórmula se aplicó con el rey Otón al independizarse Grecia y con el rey Leopoldo de Coburgo, quien quedó al frente de Bélgica como producto de las negociaciones entre bandos revolucionarios y de la intervención internacional. En Alemania los reyes de varios estados centrales abdicaron en favor de sus herederos y otorgaron constituciones liberales que consagraron la división de poderes, la responsabilidad de los ministerios, la injerencia parlamentaria en el presupuesto, la emancipación de los campesinos así como cierta autonomía administrativa y un primer esbozo de unificación económica. Igualmente, Suiza democratizó sus constituciones cantonales mientras, en Inglaterra, el nuevo gabinete whig propició la reforma electoral de 1832 que quitó restricciones y abrió la puerta del Parlamento a la burguesía.

Todos estos éxitos constitucionales y nacionales se lograron en los casos donde las potencias no intervinieron y en los que la Burguesía había logrado consolidar su poder. Pero aquellas naciones donde la burguesía era débil, debido tanto al retraso de la estructura económico-social como al poder político que habían conservado la nobleza y el clero, cayeron presas de la intervención de las potencias extranjeras, que sofocaron las luchas democráticas y nacionales de Italia y Polonia, cuyos pueblos creyeron falsamente que encontrarían, como en 1789, el apoyo de Francia para conquistar su libertad. Sin embargo, se toparon con que los intereses de la Burguesía francesa, que ahora gobernaba por mediación del trono, ya no incluían emprender una guerra revolucionaria europea sino, al contrario, asentar y salvaguardar el nuevo orden burgués que se abría paso en Europa. Por ello, Francia permitió que Austria restableciera a los príncipes y el poder papal en Italia, mientras dejó a los polacos abandonados a su suerte, para ser destrozados por Rusia.

El resultado general del ciclo revolucionario de 1830 fue el ascenso de la Burguesía como clase social en varios países, la colocación de cimientos iniciales para un régimen constitucional y la unificación nacional de algunos Estados, la ruptura del sistema de equilibrios emanado del Congreso de Viena y la configuración de bloques opuestos entre potencias: de un lado, se efectuó un alineamiento por las potencias orientales de Rusia, Prusia y Austria, del otro, las potencias occidentales de Inglaterra, Francia, Portugal y España constituyeron una cuádruple alianza como contrapeso a la Santa Alianza del este. Finalmente, el colofón de este período lo constituyeron los acontecimientos en España, que se convirtió en tablero de las disputas entre los bloques recién formados de las potencias europeas, pues su intervención en la guerra civil entre carlistas y liberales coadyuvó a que se alargara el conflicto interno, prevaleciendo una crónica inestabilidad que llevó a la sucesiva alternancia entre golpes de Estado y renovación de gabinetes, hasta el compromiso plasmado en la Constitución de 1845. España no fue sino el caso más extremo de las luchas históricas de la época.

De la lucha contra el viejo régimen al surgimiento de la cuestión social

La guerra civil que se desarrollaba en España era un caso expresivo de una situación que, de manera más o menos abierta o soterrada, prevaleció en Europa en las décadas siguientes. Aún tras dos grandes olas de revoluciones burguesas que habían sacudido al continente, generando algunos cambios políticos institucionales y realineamientos en las élites dirigentes, sin embargo, permanecieron irresueltas las grandes cuestiones que se venían arrastrando desde la Restauración de 1815, sobre todo, porque la estructura social y económica en diversos países europeos se preservó intacta. El resultado fue una gran inestabilidad a nivel internacional, tanto por procesos de resistencia nacionale como por conflictos políticos al interior de los Estados, donde la cuestión social planteada por la naciente clase obrera comenzó a emerger al primer plano de la lucha de clases entre los años de 1830 a 1850.

En ese marco, las transformaciones políticas en los regímenes posrevolucionarios de Francia, Grecia, Alemania, Inglaterra y cuya mayor expresión fue la Constitución en Bélgica, derivadas de las revoluciones de 1830, se convirtieron en modelos para las luchas liberales y nacionales de los sectores progresistas de Europa.  Su efecto se dejó sentir en las constituciones que fueron siendo conquistadas en los siguientes años, influyendo todavía en las que nacerían de las revoluciones de 1848. A su vez, cada avance constitucional que se lograba en el continente, impulsaba los movimientos nacionalistas por la liberación y unificación de sus pueblos, así como las luchas económicas y políticas del proletariado que se consolidaba como clase social, a la par del desarrollo industrial y comercial en Europa. Entonces, los regímenes europeos comenzaron a mostrar fisuras.

La revolución industrial junto con las reformas económicas, legales y religiosas que se habían establecido durante casi medio siglo de hegemonía del conservador partido tory (1783-1830), habían posicionado a la burguesía inglesa en el poder y a Gran Bretaña como potencia hegemónica europea. Sin embargo, también habían empeorado las condiciones de vida del proletariado lo que, aunado a su carencia de derechos políticos, originó el movimiento luddista[1] y rebeliones proletarias que derrotaron la prohibición de las coaliciones obreras (1824) y, posteriormente, desembocaron en un militante movimiento obrero que ya no solo exigía medidas de alivio a la situación de la clase trabajadora sino, ligado a ello, una democratización sustantiva del régimen electoral. Una inicial alianza obrera con la burguesía produjo el ascenso del partido whig al gobierno, conquistando la reforma electoral de 1832 (que aunque excluyó a los obreros, logró aumentar en un 50% el electorado) así como medidas para atender la cuestión social, que había sido relegada.

Pero habiéndose dado cuenta de que la burguesía solo utilizó al proletariado para llegar al poder, y además, que con su pura lucha económica no lograría cambios sustanciales, nace entonces el movimiento cartista[2], como un partido obrero independiente que se colocó durante dos décadas a la vanguardia del proletariado europeo al lograr una serie de conquistas que en los demás países parecían imposibles: leyes sociales de protección al trabajo infantil (1833) y de las mujeres (1842), reformas políticas sobre prensa (1836), código penal (1837) y asociaciones (1846) así como triunfos económicos como la supresión de las aduanas cerealeras (1846) y la jornada de 10 horas (1847); ésta última, que Marx calificaría como “una victoria de la economía política proletaria sobre la burguesa”. Aunque en 1848 el cartismo decayó en medio de divisiones internas y una fallida manifestación que, aunque logró juntar más de 5 millones de firmas en una petición al Parlamento, no obtuvo satisfacción a sus exigencias; sin embargo, dejó una amplia red de cooperativas y sindicatos que brindaron un gran peso político al movimiento obrero inglés en Gran Bretaña y toda Europa, durante las siguientes décadas.

En Alemania, influidas por las ideas del romanticismo, surgieron protestas estudiantiles al grito de “patria, soberanía popular y unión de los pueblos”, que en 1833 derivaron en un fallido proceso revolucionario en Fráncfort que, tras su derrota, desencadenó una reacción política severa y prolongada. Metternich promulgó una serie de decretos que suprimieron las libertades de asociación y prensa; coordinó las policías secretas y creó comisiones de investigación y vigilancia contra las universidades; encarceló a los principales líderes liberales; fiscalizó a las Cámaras, las amenazó con la ocupación militar o fueron disueltas, y el Estado dio un golpe que debilitó la Constitución federal. Pero mientras Austria estaba ocupada en su ofensiva represiva, Prusia capitalizó el empuje nacionalista y los intereses de la burguesía industrial alemana creando la Zollverein (1840), que derribó las barreras aduanales entre sus territorios, avanzando en la unificación económica y política de Alemania.

Finalmente, en Francia, el pacto sellado por la aristocracia nobiliaria y la aristocracia financiera en la Monarquía de Julio, resultó en un régimen débil e inestable, en el cual la Burguesía no lograba todavía traducir su dominación económica en la consolidación de su hegemonía social y política cuando ya se veía cuestionada por una naciente clase obrera surgida en los principales centros industriales de la capital, Lyon y otros departamentos que venían experimentando una incipiente pero sostenida industrialización y urbanización, que traían aparejadas varias problemáticas sociales. Emergieron entonces, diversas expresiones ideológicas, políticas y organizativas que tomaron como inspiración y base social a las clases trabajadoras de las urbes industriales.

Por un lado, de la mano de intelectuales acomodados como Fourier y Saint-Simon, se desarrolló el socialismo utópico como movimiento ideológico que propugnó por la transformación gradual y pacífica de la sociedad por vía de la asociación cooperativa de los trabajadores; mismo que, si bien aportó un gran impulso a la organización gremial del proletariado francés, se difuminó en pequeños experimentos colectivistas, la elaboración de libelos doctrinarios y una búsqueda de apoyo filantrópico entre adinerados y funcionarios del Estado. Por otro lado, estallaron potentes revueltas a lo largo de la década de los 30´s que, si bien fueron organizadas por diversas hermandades secretas de carácter conspirativo, dirigidas por la intelectualidad revolucionaria, lograron el apoyo de sectores populares y del proletariado, que dotaron de un carácter social a las insurrecciones.

Así, se recrudeció la lucha de clases a lo largo de toda la década, sucediéndose primeramente las sublevaciones de Lyon (1831), Grenobel (1832), París (1832) y Estrasburgo (1833). En los siguientes años el régimen monárquico implementó una serie de medidas represivas como las leyes de prohibición a oradores públicos y asociaciones (1834), desencadenando como consecuencia una oposición encarnizada que impulsó una nueva ola de insurrecciones en Lyon, París y Estrasburgo e, incluso, un atentado fallido contra el rey Luis Felipe (1835). A esto, la Monarquía respondió con el endurecimiento de las medidas coercitivas, al pasar por la guillotina a los cómplices del atentado, procesar a los participantes de las sublevaciones, disolver las guardias nacionales rebeldes y censurar la prensa subversiva. Pero ello no resolvió las causas profundas que generaban estas revueltas, la última de las cuales surgió a finales de la década, con la insurrección parisina de 1839, organizada por la Sociedad de las 4 Estaciones, que si bien fue derrotada, obligó al régimen a hacer limitadas concesiones como la ley del trabajo de 1841.

Los procesos en Francia eran reflejo de un fenómeno que sucedía en toda Europa; en varios países se multiplicaron las sociedades secretas[3] nacionalistas, democráticas y socialistas que conspiraban contra las monarquías dinásticas y participaron en diversos procesos revolucionarios[4], cuyos ecos resonarían en las revoluciones de 1848 y llegarían hasta la Comuna de 1871. En el extremo opuesto, las doctrinas de los socialistas utópicos lograron gran influencia en la década siguiente, sin embargo, sus ideales de transformación social se veían restringidos no solo por las condiciones sociales y económicas imperantes sino, asimismo, por la doble política de las monarquías que brindaban mínimas concesiones materiales a las clases populares, para atraérselas como base de apoyo, mientras en contraparte, reprimían a la vanguardia obrera y a la intelectualidad pequeñoburguesa disidente, rechazando cualquier apertura democrática que pudiera desestabilizar el régimen.

Por lo anterior, durante la década de los años 40 del siglo XIX, se acumularon las tensiones sociales que se fueron gestando desde el periodo de la Restauración establecida en 1815 y se recrudecieron en la década de los 30’s. Aunque las olas revolucionarias de 1820 y 1830 habían liberado grandes prodigios de energía popular en diversos países europeos, sin embargo, las derrotas o compromisos que prevalecieron dejaron como resultado procesos revolucionarios interrumpidos que dieron a luz regímenes de equilibrio entre las clases sociales. Los cambios que se habían producido eran parciales y superficiales, incapaces de adecuar las formas jurídico-políticas de los regímenes monárquico-constitucionales al nuevo contenido social y económico que nacía del desenvolvimiento industrial y comercial en el continente.

En ese marco, el Capitalismo industrial comienza a emerger, generando diversos efectos en la estructura económica y en la composición social de las sociedades europeas. De una parte, se extiende el maquinismo que se inserta en la producción desplazando a la madera por el carbón y a la manufactura por la gran industria, propiciando también una mayor concentración fabril y obrera. Estas circunstancias se acentúan con los primeros ciclos de crisis comerciales (en 1836, 1843 y 1847) que empiezan a hacerse presentes en la economía europea. Así, la industrialización viene acompañada de emigración rural, expulsión de mano de obra y desempleo, largas jornadas laborales y bajos salarios, miseria y hacinamiento entre la clase trabajadora; la cual, padeciendo estas crueles condiciones de vida, cobra progresivamente conciencia de su situación, lo que se traduce en un incipiente movimiento obrero que pone sobre la mesa la “cuestión social”.

Esta nueva problemática se expresó en varios ámbitos de la vida cultural europea como fueron, por ejemplo, las novelas de reivindicación social de George Sand, H. Balzac, Eugene Sue, Disraeli, Ch. Dickens o Th. Carlyle, que con una visión humanitaria y realista retrataban en sus obras los contrastes sociales entre ricos y pobres. Poco después, los reflejos artísticos fueron sustituidos por elaboraciones con una connotación más teórica, al aparecer las primeras ciencias sociales (Física Social o Sociología), que con tratados académicos y encuestas, abordaron los problemas y cambios que ocurrían en la naciente sociedad industrial. Si en un primer momento se pretendía estudiar estos “desequilibrios sociales” para evitarlos o contenerlos, posteriormente, las preocupaciones de la intelectualidad se encaminaron no solo a explicar sino a resolver de manera práctica dichas problemáticas, buscando transformar las condiciones sociales que las causaban.

Nace así el socialismo que, si en sus inicios fue meramente un movimiento ideológico que confundía rasgos de las ideas románticas o cientificistas de la época, más adelante se fue decantando hacia preocupaciones dirigidas a educar y organizar al proletariado con el fin de prepararlo para establecer una nueva sociedad. Entonces, resurgieron las doctrinas de pensadores utópicos como Fourier, Owen o Saint-Simon, que ahora se intentaron llevar a la práctica por sus discípulos Considerant y Cabet, quienes fundaron colonias experimentales en Estados Unidos.  Asimismo, se divulgó el socialismo democrático de Pequeur y Luis Blanc quienes postularon el “Derecho al Trabajo”, así como el ideal anarquista-cooperativista de Proudhon, opuesto a las huelgas y a la participación política del proletariado; mientras, en el extremo opuesto, Marx y Engels escribían el Manifiesto Comunista (1847), plasmando sus concepciones sobre la necesidad de articular la lucha económica y política de la clase obrera, dirigida hacia la conquista de su emancipación a través de la revolución socialista. Ideas todas ellas que se pondrían a prueba en los sucesos de 1848.

El cuadro histórico antes expuesto, mostraba los signos de un viejo orden en descomposición y la transición hacia una nueva sociedad que sufría de los dolores de parto sin lograr nacer. Inicialmente, el quiebre del antiguo régimen europeo se expresó en fallidos intentos conspirativos, atentados regicidas o revueltas espontáneas dirigidas por sociedades secretas de estudiantes, intelectuales y viejos revolucionarios, o, bajo la forma de experimentos colectivistas de carácter doctrinario; todos ellos igualmente fracasados por no corresponder a las condiciones objetivas de su época y carecer de un análisis científico de la naciente sociedad así como de una estrategia y un programa derivados de contrastar sus teorías con la experiencia revolucionaria de la naciente clase obrera.

La última ola revolucionaria de la burguesía europea: las revoluciones de 1848

Al expandirse el capitalismo industrial, emergieron nuevas contradicciones económicas, sociales y políticas que provocarían una erupción volcánica en toda Europa en el año de 1848. Las tensiones que se venían gestando en las anteriores décadas, se agudizaron y generalizaron al expandirse una fuerte crisis económica. Desde 1837 se venía manifestando un déficit agrícola que, a mediados de la década de 1840, se tradujo en una crisis alimenticia en la que se combinaron un invierno riguroso, con abundantes lluvias frías, el retraso de la recolección y la pudrición del cultivo, dejando un saldo desastroso en falta de subsistencias, elevación de precios, hambre y miseria entre 1844 y 1846. A lo anterior, se añadió una crisis comercial en 1847, cuyo epicentro fueron los países anglosajones pero cuyas mayores repercusiones se suscitaron en las naciones del continente. Los adelantos tecnológicos habían provocado un acelerado dinamismo industrial, comercial y financiero que trajo consigo una masiva especulación bancaria, la cual, al comenzar a minarse la rentabilidad de las inversiones, se tradujo irremediablemente en quiebras, depresión bursátil, parálisis industrial y comercial así como la extensión masiva del desempleo y la pauperización.

Si una fue la última crisis agrícola de subsistencias inherente al viejo régimen feudal en Europa, la otra constituyó la primera crisis comercial general provocada por la sobreproducción industrial, propia del Capitalismo moderno. Ambas generaron saqueos, violencia y desórdenes iniciales pero que, al prolongarse sus efectos de penuria, epidemias, endeudamiento y escasez, se combinaron de manera explosiva con los sucesos políticos de 1848, catalizando simultáneos levantamientos con un profundo carácter social y de un alcance geográfico continental.

A nivel político, los antecedentes fundamentales fueron la guerra civil en Suiza y los levantamientos en Italia, que constituyeron el toque de rebato para los acontecimientos en toda Europa. Mientras en Suiza[5] la burguesía liberal conquistó el poder tras una rápida victoria contra los conservadores, en Italia[6], en enero de 1848 se levantó el pueblo siciliano contra el dominio que ejercía Nápoles; inmediatamente le siguieron los pueblos del Piamonte y los demás estados italianos, consiguiendo constituciones liberales cuyo mayor ejemplo fue el Estatuto Fundamental otorgado por el rey Carlos Alberto, quien buscó encabezar la revolución para encauzarla hacia el logro de la unidad italiana.

En Francia la burguesía liberal y la pequeña burguesía democrática, venían empujando por una reforma electoral que había sido sistemáticamente relegada por los distintos ministerios que habían ocupado el gobierno desde la revolución de 1830. En 1840 y en 1845, una alianza entre la oposición liderada por los diputados Thiers y Barrot, postergó la discusión de una transformación política que incluyera a los sectores pobres, lo que expresaba un creciente conservadurismo de la Monarquía de Julio. Sin embargo, la reacción monárquica ya no podía contener el ascenso democrático y social de los diversos sectores del pueblo francés; un último rechazo a la reforma electoral efectuado por el Ministerio Guizot en 1847, despertó una creciente agitación política que aprovechó la oposición liberal para organizar una campaña de banquetes, en los que se discutían asuntos reformistas y republicanos, pero que comenzaron a volcarse hacia temas sociales. Justo fue la prohibición de un banquete que se celebraría el 22 de febrero en París, el detonador de la revolución en Francia.

Aunque la oposición burguesa desistió en realizar el banquete, diversos grupos de estudiantes, sectores populares y líderes de las sociedades secretas impulsaron protestas bajo la consigna ¡Abajo Guizot, viva la reforma! Al día siguiente los choques con la policía provocan un motín que se propagó por gran parte de la capital; los elementos de la Guardia Nacional, en vez de dispersar a los manifestantes, se colocan entre ellos y el Ejército; esto obliga al rey a destituir a Guizot y formar un nuevo gobierno incorporando líderes de la oposición, buscando así calmar los ánimos y dividir a la Guardia Nacional de los insurgentes. Sin embargo, el 24 un violento choque entre manifestantes y fuerzas armadas que defendían la casa del Ministerio, dejó decenas de muertos; se emprende entonces una procesión fúnebre gritando ¡A las armas, nos están asesinando!, lo que generaliza la insurrección, levantándose cientos de barricadas en la ciudad que desarticulan los contrataques del Ejército y convencen a los guardias nacionales de pasarse al bando insurrecto. Con ello, fracasan las tentativas de apaciguamiento orquestadas por los jefes ministeriales, provocando que el rey Luis Felipe abdique en favor de su nieto y huya de Francia.

Todavía por la tarde del 24, el Ministerio intentó imponer una Regencia con la madre del nieto recién coronado, pero la presión popular y los guardias nacionales lo impidieron ocupando la Cámara; este suceso lo aprovechan los líderes republicanos y demócratas para invadir la sala de sesiones y formar un Gobierno Provisional llamado a consultar al pueblo la forma de régimen que se establecería tras la revolución. Luego, los principales dirigentes se trasladan al Hotel de Ville, edificio del concejo municipal que era el símbolo de las tradiciones revolucionarias del pueblo parisino, en donde se reparten las carteras entre tumultos que obligan a aceptar a miembros electos por asambleas populares hasta que, por fin, se da a conocer la lista de quienes se incorporarían al nuevo gobierno, cuyos integrantes[7] son aclamados por las masas con gritos de ¡Viva la República!

Los acontecimientos en París, esparcen un reguero de pólvora que se dispersa por todo el continente, comenzando por el imperio de los Habsburgo. En la primera quincena de marzo, Hungría y Checoslovaquia se insurreccionan logrando un Estatuto, libertades democráticas y un nuevo gobierno. El ejemplo es continuado en Viena, el corazón del imperio austriaco, en donde un alzamiento deriva en la caída del canciller Metternich, principal figura de la contrarrevolución en Europa, obligando a formar un gobierno de coalición que promete establecer una Constitución. Estos sucesos repercuten tanto en Italia como en la Confederación alemana, que se encontraban bajo el dominio de Austria. Así, la revolución italiana se expande al sublevarse Milán, Parma y Módena que expulsan a los ejércitos austriacos, obligando a los príncipes y al Papa a apoyar el proyecto de independencia y unificación nacional emprendido por el rey Carlos Alberto. Simultáneamente, se generalizan insurgencias populares en la mayoría de estados alemanes obligando a sus príncipes a consentir la división de poderes y libertades públicas, que se ven coronadas tras la insurrección en Berlín, con la formación de un Parlamento General en Fráncfort.

Así, en los primeros meses de 1848, en diversos países europeos la insurgencia generalizada había provocado la caída de reyes y ministros, se obtuvieron Constituciones y reformas, se formaron gobiernos de coalición y parlamentos, los pueblos conquistaron y ejercieron libertades civiles y políticas. De Roma a Berlín, de París a Viena, los cuatro puntos cardinales del mapa europeo se estremecieron. Pero el elemento que marcó el proscenio fue la entrada en escena del proletariado europeo con su masiva intervención en los combates callejeros que se entablaron en las principales ciudades del continente. Las flores, cantos y festejos que, entre enero y marzo, llenaron las calles y plazas públicas de las urbes europeas con un delirio triunfal de esperanza, se vieron súbitamente eclipsadas por un conflicto más profundo, nacido en las entrañas de la antigua sociedad que se desgarraba y hacía emerger, desde la sórdida realidad que imperaba en los barrios obreros, las problemáticas sociales prolongadamente aplazadas por las anteriores revoluciones burguesas.

El teatro central de esta nueva conflagración social fue la capital de Francia. El Gobierno Provisional nacido tras las jornadas de febrero parecía representar a todas las clases que participaron en el derrocamiento de la Monarquía orleanista. Al lado de los republicanos burgueses y la pequeña burguesía democrática, la fuerte presión del proletariado obligó a la incorporación de líderes de las sociedades populares, encabezados por dos jefes del partido socialista, el periodista Luis Blanc y el obrero mecánico, Albert (ambos, sin cargo ministerial). Además, se abolió de facto el régimen electoral censitario y se estableció el sufragio universal, pasando de 240 mil a 9 millones el electorado que votaría en abril una Asamblea Constituyente para elaborar una Constitución. Así, en las primeras semanas tras la revolución de febrero se materializaron algunas concesiones políticas y sociales, con las cuales, el gobierno se rodeó de una serie de instituciones que le hicieron aparecer frente a las clases populares como su propio gobierno, fomentando la creencia de que en adelante prevalecería la fraternidad social. Pero esto no tardó en mostrarse como una ilusión.

La presión popular se expresó desde el primer día del Gobierno Provisional bajo la exigencia de un Ministerio del Trabajo, lo que le obligó a emitir un decreto por el que se comprometía a “garantizar la existencia del obrero y el trabajo para todos los ciudadanos”. Influido por las doctrinas utópicas de entonces, la idea central del proletariado era el Derecho al Trabajo y su organización por el Estado; pero la respuesta del gobierno provisional fue una política de conciliación de clases cuyos ejes fueron la organización de Talleres Nacionales y la creación de una Comisión del Trabajo. Aquellas, solo fueron concesiones temporales que el gobierno adoptó para satisfacer de manera distorsionada las demandas de la clase obrera y desviar sus clamores revolucionarios; pues, en los hechos, los Talleres fueron un derroche financiero y una limosna por labores inútiles, mientras la Comisión Luxemburg[8] nunca contó con presupuesto ni facultades para implementar sus proyectos, por lo que su actuar se restringió a experimentos doctrinales, hasta acabar convertida en una mera comisión de estudio encargada de efectuar un censo de las condiciones de vida de la clase obrera.

El gobierno aprovechó la distensión popular para formar una Comisión provisional de composición mayoritariamente moderada; pero el 18 de marzo, ante una manifestación reaccionaria de la Burguesía contra el Gobierno Provisional, el proletariado parisino respondió con una poderosa demostración de fuerza en las calles, que le permite al jefe del partido demócrata-pequeñoburgués, Ledru-Rollin, convertirse en el dueño de la situación, al deshacerse del ala moderada y formar un gabinete hegemonizado por los republicanos radicales, que entre marzo y abril renovó a las autoridades locales y consignó las instituciones republicanas a través de comisarios que se enviaron a todos los departamentos franceses. Simultáneamente, se habían venido formando destacamentos armados paralelos al Ejército, el cual había quedado desprestigiado por su acción contra el pueblo; entonces, por decreto del nuevo gobierno se renueva la Guardia Nacional y se crea la Guardia Móvil, ambos organismos encargados de proteger las instituciones republicanas recién constituidas. El proletariado se enroló masivamente en las milicias civiles, que admitieron la participación de todos los varones entre 21 y 55 años.

Al desvanecerse el viejo régimen, el pueblo se adueña de la vida pública. La supresión del estampillado y la censura propaga cientos de periódicos de agitación que, retomando nombres de diarios de la época de la Gran Revolución, son repartidos en las calles difundiendo ideas de variado matiz ideológico, desde el republicanismo moderado hasta el comunismo. Esto permitió a las antiguas sociedades secretas convertirse en clubs políticos abiertos, que expresaron la opinión y participación política de las masas populares; se formaron cientos de clubs tanto moderados como radicales, sobresaliendo los de las mujeres[9] y los dirigidos por antiguos revolucionarios como Blanqui y Barbés[10], quienes impulsan la conformación del Comité Revolucionario, nacido el 21 de marzo como instancia coordinadora de todos los clubs formados al calor de los acontecimientos, constituyéndose en órgano de poder revolucionario que aglutinó a las corporaciones obreras, secciones populares y regimientos militares de París y otros departamentos, bajo el programa de “republicanizar a Francia”, garantizar las libertades políticas y el derecho de los trabajadores.

El Comité Coordinador de los Clubs envió a cientos de agentes electorales a las provincias con el objetivo de propagar las ideas republicanas e intentar postergar las votaciones a celebrarse el 23 abril, cuyos resultados sabían que serían desfavorables. Sin embargo, la irresistible efervescencia obrera y popular se expresó en una gran manifestación el 16 de abril, espantando a la que hasta entonces había sido su aliada, la pequeña burguesía urbana y rural, la cual se arrojó a los brazos de la Burguesía republicana, sellando contra el proletariado insurrecto un compromiso plasmado en los comicios, que dieron mayoría a las fuerzas moderadas y conservadoras dentro de la Asamblea Constituyente, que quedó constituida el 4 de mayo. Al saberse los resultados, el proletariado se desmoralizó, pero pronto ese sentimiento se convirtió en rabia conforme la situación política volvió a converger con la crisis económica generada por un creciente déficit fiscal y la bancarrota financiera del gobierno, debido a su incompetencia e incapacidad para afrontar la crítica situación económica internacional, recrudecida en Francia por la revolución.

Entonces, el Gobierno Provisional dictó diversas medidas para intentar paliar la desesperada situación de las clases pobres (prórroga de los préstamos vencidos, creación de Almacenes Generales y oficinas de descuento, créditos a los pequeños comerciantes y agricultores) e impulsó acciones para estabilizar la economía (curso legal y forzado de los billetes del banco, fusiones bancarias y cambios en las tasas e impuestos, etc.). Sin embargo, los grandes propietarios se opusieron a toda reforma financiera-fiscal progresiva que implicara una reestructuración económica y dañara a sus intereses; por ende, el Gobierno descargó la crisis en los sectores populares estableciendo diversos impuestos que afectaron a los contribuyentes más pobres. Ello provocó inmediatamente saqueos de tiendas, casas de préstamo y bosques así como ataques a guardias, recaudadores y autoridades; desórdenes que fueron violentamente reprimidos, encendiendo el descontento popular que se expresó en las jornadas revolucionarias ocurridas a mediados de año.

Ya la jornada del 18 de marzo, aunque obtuvo parcialmente una respuesta favorable a la demanda de postergar las elecciones a la Guardia y a la Asamblea nacionales, sin embargo, había demostrado la fuerza del proletariado, aterrando tanto al Gobierno como a las demás clases sociales. Ello se recrudeció con los disturbios ocasionados por la crisis económica, en los que el proletariado planteó con más fuerza sus propias reivindicaciones. Así, ocurrió en la jornada del 16 de abril, en que la elección del Estado Mayor de la Guardia Nacional propició una manifestación obrera armada que elevó una petición al gobierno, el cual, aunque recibió una delegación de los manifestantes, difundió una proclama en la que satanizó toda protesta como un “complot comunista”. Posteriormente, la jornada del 15 de mayo impulsada en exigencia de pan y empleo a los obreros así como el establecimiento de un verdadero Ministerio del Trabajo, fue orientada en un sentido revolucionario por Blanqui y otros jefes de los clubs, quienes animaron a las masas a invadir las sesiones de la Asamblea Nacional para intentar disolverla y formar un nuevo Gobierno provisional. Una acción aventurera que, al ser mal organizada y no considerar los cambios ocurridos en la correlación de fuerzas tras las votaciones de abril, resultó una provocación favorable a la reacción.

La derrota del putch insurreccional de mayo, orquestado por los clubs blanquistas, derivó en el encarcelamiento y desplazamiento de los líderes socialistas, marcando el declive de la revolución. Desarticulada la jefatura del proletariado y horrorizada la pequeña burguesía, el Gobierno Provisional toma la iniciativa buscando acabar con el último reducto de fuerza que le queda a la clase obrera, los Talleres Nacionales, que a los ojos de la Burguesía ya habían cumplido su papel de contención de la presión popular y ahora resultaban un obstáculo para restablecer el orden político. Así, se impulsan una serie de medidas encaminadas a provocar al proletariado a una insurrección en condiciones desventajosas, brindando la oportunidad al gobierno de aplastar de una vez por todas a la clase obrera. Bajo esas circunstancias empieza la ofensiva burguesa a finales de mayo cuando la Asamblea Nacional decreta disolver los Talleres Nacionales, lo que se concreta, primero, con la destitución del director de los Talleres y, luego, al formarse una comisión especial que elabora un plan para su disolución. Al aplicarse en junio la orden para enviar trabajadores a provincias y enrolarlos en el Ejército, suena la campana de alarma que insurrecciona al proletariado.

El 21 de junio se reúnen los líderes obreros en el arrabal de Saint-Marceau, definiendo una manifestación al día siguiente en defensa de los Talleres Nacionales. El 22, las protestas se dirigen contra la Asamblea y el Gobierno, con arengas por ¡Trabajo y Pan! ¡República democrática y social! El 23 la guerra civil se desborda, desde temprano las barricadas son levantadas por decenas de miles de insurrectos, dividiendo los barrios pobres en el este, de los ricos situados al oeste de París. Como en febrero, el pueblo trató de desarmar a los guardias móviles enviados por el gobierno, buscando ganar a las milicias al bando insurgente, pero el intento falla y se generalizan los disparos. A pesar del fuego graneado sobre las barricadas, el pueblo resiste durante horas y por la noche vuelve a tomar las posiciones perdidas. Al siguiente día, el pueblo pasa de la revuelta espontánea a organizar la defensa con un sistema completo de barricadas comunicadas entre sí y bien parapetadas. Esto obliga la intervención del Ejército bajo el mando del general Cavignac, quien habiéndose destacado en la guerra de Argelia, es designado por la Asamblea Constituyente para acabar con la insurrección.

Aún con el fuego de fusilería, artillería y cañones que son usados sin cuartel contra los hogares obreros, la resistencia no cede; en los barrios mejor atrincherados las fuerzas armadas se ven obligadas a tomar palmo a palmo las calles, asaltando casa por casa. El 25 de junio, 150 mil militares de línea, más 50 mil guardias móviles y nacionales, se enfrentaron a 40 mil obreros que, a pesar de la desventaja numérica y armamentística, en el momento más álgido de la batalla se adueñaron de todos los barrios del cinturón exterior de París, apoderándose de varios cañones y logrando entrar con cuatro columnas al centro de la capital, hasta ocupar las inmediaciones del Ayuntamiento con la intención de tomarlo y luego avanzar hacia las sedes del Gobierno y de la Asamblea. Esta ofensiva del bando insurgente prendió lo focos rojos de la burguesía que no le importó ver destruidas sus propiedades con tal de aplastar por todos los medios a los insurrectos. Entonces, el gobierno decreta el estado de sitio e inviste con poderes extraordinarios a Cavignac, quien utilizó bombas incendiarias y las tácticas de guerra que habían sido aplicadas por el Ejército francés en Argelia.

Sólo de esa manera las fuerzas del orden lograron rechazar y romper el cerco establecido por los insurrectos en torno al Ayuntamiento; punto neurálgico que, de haber sido tomado, hubiera significado el triunfo de la rebelión. Pero lo que les sobró de valor y organización a los rebeldes les faltó en términos de armamento y liderazgo militar; además, el pueblo repugnó ocupar la única vía con que podría haberse defendido, el incendio de edificios, por lo que no tuvo otra opción más que retroceder ante el tipo de armas y de tácticas sanguinarias ocupadas por el Ejército. Su vacilación y repliegue fue su perdición, pues el 26 de junio, Cavignac avanzó destruyendo con la artillería pesada y el bombardeo todas las barricadas y quemando barrios enteros; cientos de insurrectos en desbandada fueron aprehendidos por la caballería y fusilados en masa sumariamente. El sado final fue de 3000 ejecutados y 15 mil encarcelados o deportados. Fue así como la burguesía pudo sofocar la heroica conflagración protagonizada por el proletariado de París, pero al costo de destruir las ilusiones populares que habían sido depositadas en la República al iniciar la revolución en febrero.

El choque de junio no solo barrió con las barricadas obreras sino también con el Gobierno Provisional, que la Burguesía solo había tolerado mientras no sentía la fuerza para acabar con él. La Asamblea Nacional le confió el Poder Ejecutivo a Cavignac quien estableció una dictadura militar que desmanteló todas las conquistas revolucionarias. A nivel político, los clubs son disueltos y reglamentados, los diarios cerrados y las milicias obreras desarmadas; las leyes del 28 de julio y 11 de agosto prohíben toda asociación y se restablecen los delitos de prensa. En materia económica, se desmantelaron todas las leyes progresivas en materia fiscal decretadas por el Gobierno Provisional y se cancelaron todos sus proyectos de nacionalización de ferrocarriles, seguros, minas y bancos que serían rescatados por el Estado. En el ámbito social, la reducción de la jornada laboral fue revocada y en septiembre se elevó nuevamente a 12 horas; asimismo, el derecho al trabajo quedó reducido a un sistema de asistencia social, lo que se buscó compensar con una política de subvenciones a los gremios obreros y ayudas a los guardias heridos en las batallas de junio, a los indigentes e inválidos así como un raquítico aumento salarial a los maestros.

Las migajas que se otorgaron a los sectores más atrasados políticamente del proletariado y el pueblo, constituyeron una maniobra para encubrir la ola represiva que se desató contra la vanguardia que había encabezado la insurrección de junio. Así, habiendo logrado restaurar el orden mediante la bota militar y una política de concesiones, la Asamblea Constituyente sesionó en medio del estado de sitio, logrando en Noviembre promulgar la nueva Constitución e instituyendo formalmente la II República, cuyo establecimiento se asienta sobre los escombros y la sangre derramada en las jornadas de junio; desenlace que es coronado en diciembre con la elección a presidente de Luis Bonaparte. Mientras tanto, fuera de Francia, la derrota del proletariado parisino constituye el primer acto del drama que se desencadena por toda Europa; durante el otoño e invierno, se desata una brutal ofensiva contrarrevolucionaria que durará hasta mediados de 1849, aplastando a los pueblos insurrectos, primero en Austria, Hungría e Italia y luego en Alemania, sucediéndose fatalmente las trágicas escenas de una epopeya que llegará a su fin, nuevamente, en Francia donde un prolongado período de conflictos entre el poder legislativo y el ejecutivo, allana el terreno al golpe de Estado que establece el régimen dictatorial de Luis Bonaparte.


[1] Derivado de la revolución industrial de finales del siglo XVIII que implicó la incorporación de las primeras máquinas en el proceso productivo, los obreros reaccionaron violentamente al padecer el desempleo, la competencia exacerbada y lo estragos físicos y sociales que venían aparejados al maquinismo, por lo cual surgieron insurrecciones dirigidas a la destrucción de las máquinas, que los trabajadores manuales culpaban de su situación. Ello llevó al establecimiento de diversas leyes anti-luddistas entre 1769 y 1812, que penaron gravemente la destrucción de máquinas y fábricas.

[2] El movimiento cartista se constituyó a partir de la Asociación de Trabajadores que redactó la famosa Carta al Pueblo en la que se exigía el voto secreto para todos los ciudadanos, dietas a los diputados que permitieran a los trabajadores ser electos al Parlamento, la división igualitaria de la circunscripciones electorales y reducción de los periodos legislativos.

[3] Como continuadoras de la tradición iniciada por la Conspiración de los Iguales de Graccus Babeuf, el objetivo común a todas estas asociaciones secretas era “conquistar el poder político por la fuerza, mediante un grupo de conjurados rígidamente organizados y liberar a la clase obrera, que vivía de la venta de su mano de obra. La dictadura revolucionaria de los victoriosos conjurados habría de garantizar la educación del pueblo para la democracia y para la colaboración en una sociedad económica utópico-comunista” (Abendroth, 1970: 23-24).

[4] A lo largo de la década de 1830 nacieron en varios países infinidad de sociedades secretas con un carácter democrático-nacional e inspiradas por líderes que se convirtieron en símbolos de los movimientos revolucionarios de la época: tal fue el caso de José Mazzini que fundó  la Joven Italia (1831) y, posteriormente, la Joven Europa, como una organización internacionalista que propició réplicas en diversos lugares; en Francia, este fenómeno se tradujo en la formación de gran cantidad de sociedades que participaron en intentos insurreccionales a lo largo de la década como la Sociedad Amigos del Pueblo que dirigió la insurrección parisina de 1832, la Sociedad de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que encabezó los sucesos de Lyon en 1834 y, finalmente, la insurrección parisina del 12 de mayo de 1839, organizada por la Sociedad de las Estaciones, dirigida por Auguste Blanqui y Armand Barbés.

[5] La guerra civil en Suiza se desencadenó cuando el Sonderbund, formado en 1845 como una coalición conservadora de cantones católicos, se opuso al ascenso de los liberales suizos que en 1846 lograron importantes reformas constitucionales en Berna y Ginebra así como una mayoría liberal en la Dieta de la Confederación; la cual, en 1847 impulsó una victoriosa intervención contra el Sonderbund, naciendo una Federación de Estados democráticos que se convirtió en modelo para los revolucionarios de toda Europa al proclamar la supresión de las constituciones estamentales, la extensión del derecho al voto a las clases populares así como la igualdad de derechos entre el campo y la ciudad, base para la unificación nacional en un sentido democrático, en contraposición al derecho de legitimidad dinástica.

[6] Los levantamientos que se venían sucediendo en Italia desde la década de 1830, dirigidas por las sociedades secretas mazzinianas, aunque habían venido fracasando uno tras otro, obligaron a los reyes a impulsar una modernización administrativa y suavizar la censura política e, incluso, el papa Pío IX tuvo que otorgar algunas concesiones constitucionales a su llegada, en 1846; las cuales, fueron interpretadas como una apertura liberal del régimen, propiciando un movimiento de risorgimiento encabezado por la intelectualidad democrática en pro de liberarse del yugo extranjero, alcanzar la unidad nacional y una forma de gobierno republicana. Los acontecimientos revolucionarios de 1848 despertaron la esperanza de lograr dichoso objetivos pero el intento sucumbió ante las disensiones en el campo revolucionario y la intervención armada de las potencias extranjeras, en 1849.

[7] Se estableció un gobierno colegiado, con 7 representantes de los periódicos burgueses y pequeño burgueses de la capital: Dupont de l’Eure, Lamartine, Arago, Ledru-Rollin, Garnier-Pagès, Thomas Marie y Crémieux; así como 4 miembros elegidos en una reunión de las sociedades secretas cercanas al periódico La Réforme: tres periodistas, Armand Marrast, Ferdinand Flocon, Louis Blanc y el obrero mecánico, Albert.

[8] Constituida el 1ro de marzo y dirigida por Luis Blanc y Albert, sesionó en el Palacio de Lexumburg y tomó una serie de medidas: abolición del trabajo subcontratado a destajo, reducción de la jornada laboral a 10 horas en París y 11 en las provincias, suspensión del trabajo en las prisiones y cuarteles así como una promesa de reforma fiscal. Todas las cuales fueron revocadas al declinar la revolución.

[9] En los clubs femeninos se destacó el Club de la emancipación de las mujeres, presidido por Eugénie Niboyet, Desirée Gay y Anaïs Ségalas, quienes se propusieron combatir los prejuicios tradicionales y educar a las mujeres en los principios democráticos y socialistas, fundando la Asociación de educación mutua de mujeres.

[10] Blanqui fundó la Sociedad Republicana Central y Barbés el Club de la Revolución, los cuales se caracterizaron por su radicalismo orientado a reclutar hombres de confianza dispuestos a responder al llamado insurreccional en pro de establecer un nuevo gobierno de transformación social.