Parte III.- Lucha de clases y reacción bonapartista en Francia

El ascenso de Luis Bonaparte

La historia de cómo llegó a convertirse en emperador francés Luis Bonaparte, un personaje oscuro exiliado fuera de Francia y que, por tanto, no tuvo ninguna participación relevante a lo largo del periodo revolucionario entre febrero y junio de 1848, es importante porque permite analizar el encadenamiento de sucesos que condujeron de la instauración de la II República al establecimiento del II Imperio napoleónico. Estudiar estos sucesos, como lo hizo magistralmente Marx en sus libros La lucha de clases en Francia y El 18 brumario de Luis Bonaparte, es de vital importancia pues no solo es necesario analizar los errores y aciertos del bando revolucionario sino, asimismo, las maniobras y ardides del enemigo, con el fin de extraer lecciones para elaborar una correcta teoría de la táctica y estrategia revolucionarias.

En su juventud, Luis Bonaparte (sobrino del primer emperador, Napoleón) se había estrenado en política al ligarse con las sociedades secretas carbonarias, que luchaban por la liberación de Italia. Durante la rebelión del pueblo italiano de 1831 contra el poder del Papa, Luis junto con su hermano mayor se enrolaron al mando de algunas unidades militares; tras la derrota, el hermano mayor falleció por enfermedad y Luis fue exiliado. Eso no le impidió participar nuevamente en dos fallidos intentos conspirativos, uno efectuado en Estrasburgo en 1836 y otro en Boulogne, en 1840. Después de estos fracasos, fue arrestado y condenado a cadena perpetua en la fortaleza de Ham, de la cual escapó 6 años después hacia Inglaterra, desde donde siguió los acontecimientos que se desarrollaron en Francia durante 1848. La revolución de febrero lo indujo a retornar a Francia, buscando colocarse entre la confusión de los sucesos, pero al no lograr ninguna influencia, regresó a Inglaterra en donde fungió como espía del gobierno británico contra el movimiento obrero cartista, que desarrollaba una importante campaña de agitación política en ese año.

A pesar de los desaires sufridos al inicio, el aplastamiento de la revolución en junio de 1848 condujo al progresivo declive de republicanismo y a la acentuación de la reacción burguesa, perfilándose el partido bonapartista que inició una campaña en favor de Luis Bonaparte, quien por su mero apellido se adecuaba perfectamente para servir a los intereses de diversos grupos financieros que buscaron revivir el mito napoleónico para impulsar una salida a la inestabilidad política que sufría Francia. Con un fuerte financiamiento, se fundaron cientos de periódicos de tendencia bonapartista y se realizaron infinidad de actividades proselitistas que combinaron una masiva propaganda impresa con diarios, carteles, folletos, retratos y canciones populares en las que se vitoreaba la imagen de Luis, granjeándole una gran popularidad que encumbró su candidatura como diputado a la Asamblea Constituyente, resultando electo por más de 100 mil votos.

Aunque su candidatura encontró el rechazo de los políticos moderados y conservadores, quienes veían con recelo la posibilidad de un nuevo advenimiento napoleónico, buscando incluso que se declarase nula su elección por encontrarse todavía exiliado; sin embargo, su popularidad crecía entre sectores del pueblo de la más variada inclinación política: desde el soldado nacionalista que recordaba la pasada gloria militar del primer Imperio o la pequeña burguesía moderada que padecía los estragos de la crisis económica, hasta el trabajador de ideas socialistas que, había escuchado hablar de las preocupaciones de Bonaparte por la cuestión social expresadas en algunos libros suyos escritos durante su  encarcelamiento y, además, recordando los sucesos de junio, guardaba un profundo odio hacia la Asamblea Nacional y la dictadura de Cavignac, el “carnicero de las barricadas”. Luis Bonaparte se convirtió así en héroe popular, lo que le evitó ser apresado por su regreso a Francia y le permitió ocupar su escaño parlamentario en septiembre de 1848.

Pero muchos diputados sabían que ser miembro de la Asamblea Constituyente era solo el primer peldaño de Bonaparte hacia la Presidencia, por ello buscaron cerrarle el camino durante las discusiones para elaborar la nueva Constitución, en donde se definirían los criterios de elección del Presidente de la República. Así, tras un largo periodo de negociaciones parlamentarias, las facciones monárquicas impusieron una fórmula que buscaba excluir veladamente a Luis: el voto popular definiría al nuevo presidente, pero solo a condición de que el candidato electo obtuviera una mayoría absoluta con un mínimo de 2 millones de votos, de lo contrario recaería en la Asamblea Nacional la designación. Inclusive se llegó a proponer una iniciativa para invalidar la candidatura de cualquier miembro de una familia que hubiese reinado en Francia con anterioridad. Pero Luis había resultado tan torpe y gris como parlamentario que esta moción fue retirada por quienes creyeron que Bonaparte nunca ganaría la elección. La historia dio un mentís a estos cálculos políticos.

Las elecciones fueron definidas a celebrarse el 10 de diciembre de 1848, siendo los principales candidatos: Luis Bonaparte, impulsado por el partido bonapartista, y Cavignac, por las facciones conservadoras de la Burguesía; tras los cuales compitieron también Lamartine, del partido burgués republicano; Ledru-Rollin, de la pequeña burguesía radical, y Raspail, representando al partido socialista. La campaña del partido bonapartista se intensificó entre octubre y noviembre, con una estrategia propagandística dirigida hacia toda la población, que planteaba a los oídos de cada sector lo que cada uno deseaba escuchar: a las masas se prometían reformas, ante la burguesía se mostraba a Bonaparte como garante de la ley y la propiedad mientras que frente a la Iglesia se anunciaba el respeto a sus privilegios. Por su parte, Cavignac no solo era repudiado por las masas obreras debido a la represión de junio sino que, también para la misma burguesía, el personaje que les sirvió para aplastar las barricadas no era quien les serviría ahora para estabilizar y legitimar el régimen; incluso, el Partido del Orden, conformado por las facciones monárquicas de la burguesía, decidió a última hora volcar su apoyo hacia Bonaparte considerándolo como un mal menor al que podrían controlar, frente a un Cavignac resuelto e inquebrantable.

Fue así como, habiendo logrado el respaldo de casi todos los partidos del espectro político y la simpatía de la mayoría de la población, Luis Bonaparte resultó electo con un triunfo arrollador de más de las tres cuartas partes de los sufragios emitidos, obteniendo 5,5 millones votos, frente a 1,5 millones para Cavignac y apenas unos cuantos cientos de miles para el resto de candidatos; lo que le dio mayoría absoluta en 72 de los 80 departamentos de Francia, incluido París. El 20 de diciembre, Luis ocupó la Presidencia con un discurso en que advirtió que consideraría como enemigo de la patria “a quien intente con medios ilegales cambiar lo que Francia misma ha establecido”; pero sería él mismo quien, tres años más tarde, derribaría con un golpe de Estado las instituciones republicanas que habían sido escogidas por primera vez, mediante sufragio universal, por el pueblo francés.

Del periodo constituyente a la República burguesa

Tras asumir el cargo como Presidente, Bonaparte inmediatamente designó su gabinete de gobierno en el que colocó a destacados orleanistas y legitimistas, miembros del Partido del Orden. Así, el nuevo régimen quedó constituido por un Parlamento de mayoría republicana, un Poder Ejecutivo pro-monárquico y un Presidente con aspiraciones imperiales; esta heterogénea composición sería el origen de las contradicciones que desgarrarían a la República, en medio de crecientes pugnas entre los distintos partidos; provocando, a su vez, una permanente conflictividad entre los poderes instituidos, debido a las cláusulas señaladas en la Constitución la cual estableció el sufragio universal masculino, la división de poderes y una Cámara facultada para elaborar leyes pero, al mismo tiempo, encargó el poder ejecutivo en la figura de un Presidente dotado de facultades extraordinarias, que duraría en el cargo por 4 años sin posibilidad de presentarse a un segundo mandato.

Esta serie de candados, con los que se pretendió evitar una concentración de poderes que derivara en una nueva dictadura, en realidad, acabó por generar una creciente disputa entre la Asamblea Nacional y el Presidente, al enfrentar a los dos poderes en que reposaba el régimen, el legislativo y el ejecutivo, ambos expresiones de la soberanía nacional y electos ambos por el voto popular. Pero mientras la Asamblea representaba solo a las diversas facciones de la Burguesía, la investidura presidencial descansaba sobre una relación directa establecida, mediante el sufragio universal, entre Bonaparte y las clases populares que constituían la mayoría del pueblo francés. Así, Bonaparte pudo equilibrarse en medio de la lucha de clases que proseguía entre la Burguesía, de un lado, y el campesinado, la pequeña burguesía urbana y el proletariado, del otro; la figura del Presidente ascendió como el gran árbitro y el justo medio capaz tanto de prevenir el peligro de una restauración de la Monarquía orleanista, que había sido derrocada con la revolución de febrero, como de evitar la amenaza de la República roja, que había asomado la cabeza durante las jornadas de junio.

La elección tan masiva y aglutinante de Bonaparte como presidente, en realidad, representaba un voto contra el dictador Cavignac, pero también contra la Asamblea Nacional y la República de febrero; el primero, repudiado por su sanguinaria actuación en junio, mientras la Constituyente y la República habían quedado muy mal paradas por haber defraudado todas las ilusiones depositadas en ellas por las clases populares. Por otro lado, las facciones monárquicas (orleanistas y legitimistas) de la Burguesía, se hacían pasar por republicanas solo por el repudio general que todavía prevalecía contra la Monarquía de julio, pero aguardaban el momento para impulsar su propia hegemonía dinástica. Además, toleraban la existencia de la Asamblea Constituyente solo en cuanto había servido como contención de las tendencias democráticas y socialistas impulsadas por el proletariado dentro de la revolución; pero, ahora que ya había cumplido con su función constitucional, les estorbaba y buscaron liquidarla lo antes posible para consolidar el nuevo orden. Comenzaron entonces a presionar por su disolución.

Se estableció así una alianza entre el Presidente y las facciones monárquicas de la Burguesía, bajo la forma de un ministerio del Partido del Orden encabezado por Odilon Barrot, hecho con el cual comienza el ocaso de la burguesía republicana y de la Asamblea Constituyente. Aunque el régimen aún mantenía su forma republicana, la represión de junio le había despojado de las instituciones sociales con que había nacido la revolución de febrero; la ola reaccionaria desatada durante la dictadura de Cavignac empeñó hasta las más mínimas libertades democráticas, quedando sujetos los derechos civiles al mandato supremo de la seguridad pública y el orden. Entonces, aun cuando la Asamblea Constituyente había acordado no disolverse hasta no haber dotado a Francia de una serie de Leyes orgánicas complementarias de la Constitución, sin embargo, la primer iniciativa parlamentaria que el Partido del Orden propuso a la Asamblea fue discutir y resolver su propia disolución, pues los ministros conservadores deseaban formular las leyes orgánicas sin la injerencia de los diputados republicanos.

El 29 de enero de 1849 la Asamblea Constituyente tuvo que comenzar a discutir su autoinmolación, con la Cámara ocupada militarmente y las tropas movilizadas hacia la capital. En esas circunstancias, los diputados republicanos solo pudieron regatear unos cuantos meses más de vida, tiempo que solo les sirvió para desprestigiarse todavía más frente al pueblo. Primero, aprobaron fondos para una expedición francesa en suelo italiano bajo el supuesto de apoyar contra la intervención extranjera a la República romana nacida de la revolución de 1848 (pero que en los hechos resultó en una intervención francesa para aplastar la insurrección del pueblo italiano); luego, antes de disolverse, la Constituyente alcanzó a votar las leyes orgánicas reaccionarias, lo que acabó por acarrearle todavía una mayor impopularidad. Al celebrarse los comicios generales para elegir a la ahora Asamblea Legislativa, los resultados encumbraron al Partido del Orden, conformando una mayoría conservadora; pero, al mismo tiempo, surgió La Montaña, una alianza parlamentaria entre la pequeña burguesía democrática y los jefes socialistas del proletariado que formaron el Partido socialdemócrata, el cual ganó una presencia importante a costa de los burgueses republicanos.

Alarmados por la influencia obtenida por el Partido socialdemócrata, sobre todo en algunos departamentos rurales y en París, el Partido del Orden se dispuso a acabar con La Montaña así como en junio de 1848 había aplastado al proletariado insurrecto; buscó por todos los medios montar una provocación que impulsara a la izquierda parlamentaria a las calles, donde podría terminar con ella. El pretexto se lo brindó el bombardeo de Roma por el ejército francés, hecho que violaba la Constitución pues ésta prohibía a la República usar las armas contra las libertades de otros pueblos y vedaba al poder ejecutivo declarar la guerra sin aprobación del legislativo. La Montaña cayó en la celada; en mayo de 1849 presentó un voto de censura contra el Gobierno por la ocupación de un poblado italiano y, el 11 de junio, su jefe parlamentario Ledru-Rollin, presentó un acta de acusación contra el presidente y sus ministros, asegurando estar dispuestos los diputados montañeses a defender la Constitución por medio de las armas. El día 12, la Asamblea desechó el acta, propiciando que la Montaña abandonara el Parlamento; al siguiente día, lanzó una proclama en la que declaró fuera de la Constitución al Gobierno e hizo un llamado insurreccional al pueblo.

Pero a pesar del iracundo desplante parlamentario de La Montaña, fuera de la Asamblea, en las calles, su protesta se redujo a una pacífica procesión que fue dispersada militarmente sin mayor resistencia pues la Guardia Nacional no respondió al llamado y la mayoría del pueblo se mantuvo expectante, debido a la incapacidad mostrada por los jefes socialdemócratas de pasar de las palabras a la acción, de la lucha parlamentaria a la lucha callejera. Este rotundo fracaso sella la bancarrota del Partido socialdemócrata que pasó de situarse como la mayor oposición dentro de la Asamblea Legislativa a perder toda presencia parlamentaria y toda credibilidad frente al pueblo francés. Todos los diputados y jefes de la Montaña fueron destinados al exilio, encarcelados o puestos bajo estricta vigilancia policial, al tiempo que el Gobierno decretó el estado de sitio en París, Lyon y otros departamentos franceses e impulsó la disolución de los regimientos con tendencias democráticas dentro de la Guardia Nacional. Con ello, la Burguesía aseguró su hegemonía total en el Parlamento, pero a costa de alienarse completamente la simpatía popular; se adueñó de la Asamblea Nacional, pero quebrantando su propia base social, con lo cual quedó aislada y debilitada frente al Gobierno.

La derrota de La Montaña, en las calles y en el Parlamento, implicó el sometimiento completo de la Asamblea Naciona y de la Constitución, al Partido del orden; pero ello arrebató a la Asamblea todo apoyo popular, pues dejó de aparecer como la representación del pueblo francés para convertirse en la encarnación únicamente de los intereses del conjunto de la Burguesía, la cual encontró así, en la República parlamentaria, la forma política óptima para instaurar su dominación como clase social. En contraparte, el Gobierno aprovechó este segundo descalabro de las clases populares, para acentuar su ofensiva reaccionaria depurando y ejerciendo un control más férreo sobre el Ejército así como desarticulando a la Guardia Nacional, que quedó reducida a ruinas. Tras proclamar una serie de leyes que reforzaron la censura, la coartación de derechos y el estado de sitio, la Asamblea suspendió sus labores hasta octubre; al retomar sus sesiones, empieza el último periodo de vida de la República, signado por la confrontación cada vez mayor del Parlamento con el Presidente.

De la República parlamentaria al golpe de Estado

El periodo suspensivo de 3 meses decretado por la Asamblea Legislativa fue aprovechado por el partido bonapartista para promover una serie de intrigas dirigidas a impulsar una revisión constitucional que permitiera la reelección de Bonaparte; esta cuestión se convertirá en la manzana de la discordia que caldeó los ánimos entre el poder legislativo y el ejecutivo, fenómeno que signará la última etapa de la República parlamentaria burguesa. Al derrotar a la Montaña, su enemigo común, la coalición de las facciones monárquicas inicia su descomposición; pero mientras orleanistas y legitimistas se fragmentaban, Bonaparte capitalizaba la victoria al posicionarse respecto a la Burguesía como el verdadero garante del orden, desplazando a una Asamblea Nacional cada vez más dividida, y cuyos integrantes se aislaban progresivamente de aquellos sectores sociales que pretendían representar, conforme el Partido del orden iba aplastando una a una las conquistas de la revolución en su lucha contra las clases populares y contra el Presidente.

Al actuar de esa manera, la Asamblea Nacional tan solo reflejaba su composición social, pues cada facción de la burguesía representada en el Parlamento no hacía sino proceder de la única manera en que podía hacerlo, encadenada cada una a sus intereses particulares de clase. Lo que dividía a orleanistas y legitimistas, facciones constitutivas del Partido del orden, no eran tanto las diferentes aspiraciones de restauración dinástica que cada grupo representaba, sino que esas diferencias reflejaban, en el fondo, distintos intereses de clase: de un lado, la gran propiedad territorial que había gobernado con los Borbones, del otro, el gran capital financiero, industrial y comercial que ascendió durante la Monarquía de Julio. Sus conflictos, por tanto, no expresaban principios ideológicos opuestos sino el antagonismo entre distintas formas de propiedad, entre el gran capital urbano y la gran propiedad rural del suelo. Y si contra el proletariado y la pequeña burguesía podían actuar de común acuerdo, frente a Bonaparte vacilaban, despedazándose en sus disputas dinásticas.

Esta situación fue percibida por Bonaparte quien pasó a la ofensiva, acomodando estratégicamente sus piezas y preparando tras bambalinas el golpe que lo encumbraría al poder absoluto. Su primer movimiento fue destituir al ministerio Barrot-Falloix (que expresaba una fórmula de compromiso con el Partido del Orden) por un gabinete ministerial homogéneamente bonapartista. Aquel ministerio le había servido bastante bien para disolver la Asamblea Constituyente, emprender la expedición contra Roma y acabar con la oposición socialdemócrata en el Parlamento; pero desgastado por todas esas acciones, ya no le era útil. Ello representaba un golpe directo al Partido del orden, que ahora perdía toda posición en el Ministerio y, con ello, su influencia en el aparato estatal, el cual, quedaba a total merced del Presidente. En el nuevo gabinete, Bonaparte colocó exclusivamente a personajes cercanos suyos en los puestos clave: d´Hautpoul en el Consejo, Fould en Hacienda y Carlier en la Prefectura de policía de París; con ello, el gobierno quedó directamente en manos de la aristocracia financiera.

Y mientras la Asamblea se dedicó a despilfarrar su popularidad promulgando leyes reaccionarias que atizaban el descontento social, como la de libertad de enseñanza (que abría las puertas a la Iglesia) y otra en materia fiscal (que establecía un impuesto al vino); por su parte, el Presidente se consagró en derrochar dinero para organizar fiestas, banquetes y viajes al interior, así como otorgar concesiones populistas a diestra y siniestra; todas ellas, actividades proselitistas encaminadas a las elecciones parciales que tendrían lugar el 10 de marzo de 1850, para cubrir las vacantes de los diputados socialdemócratas destituidos por la fallida acción del 13 de junio de 1849. Si bien los conservadores recuperaron algunos escaños, los resultados electorales fueron alarmantes para la burguesía pues expresaban una recomposición de la coalición socialdemócrata[1], con una clara victoria socialista en París y los departamentos rurales así como en las filas del Ejército. Las elecciones del 10 de marzo significaron la revocación de las derrotas de 1848 y 1849; el voto universal se volvía así en contra de la dominación burguesa, y desde el momento en que el sufragio dejó de ser sostén del orden, la Burguesía se propuso abolirlo.

La socialdemocracia, por su parte, en vez de aprovechar el impulso popular manifestado en las urnas para sellar su victoria electoral con una demostración de fuerza en las calles, se dedicó a dilapidar su capital político en perogrulladas parlamentarias, restringidas a hacer campaña hacia las elecciones parciales de abril, en las que creyó poder consolidar su avance electoral. El Partido socialdemócrata no comprendió que el viraje radical del pueblo, expresado en las urnas, le imponía la necesidad de aprovecharlo para llamar a la acción; en vez de ello, dejó que la efervescencia popular se diluyera en medidas constitucionales y declamaciones asamblearias. Este actuar pusilánime de La Montaña envalentó a la mayoría parlamentaria dirigida por el Partido del orden, para responder con una Ley electoral aprobada el 31 de mayo de 1850; la cual condicionó la posibilidad de votar a haber estado domiciliado por tres años en el distrito electoral, tomando como prueba, para el caso de los obreros, el testimonio del patrón. Esta iniciativa abolía el sufragio universal y, en vez de azuzar al proletariado hacia la lucha armada en defensa de la última de las conquistas de la revolución del 48, los jefes socialdemócratas se limitaron a condenas parlamentarias y a llamar al proletariado a conservar la calma y respetar la ley frente a este atropello, consolando al pueblo con una futura revancha en las elecciones presidenciales de 1852.

La ley electoral de mayo de 1850, significó un golpe institucional orquestado por la burguesía contra el proletariado francés, el cual dejó pasar esta afrenta, adormecido en los laureles de los avances electorales y por su confianza en la dirigencia socialdemócrata. Al reducir en 3 millones el electorado y mantener en 2 millones la cifra mínima de votos para la elección del Presidente, la Asamblea Nacional buscó asegurarse para sí el control sobre la sucesión presidencial que estaba cada vez más cerca. Con ello, el Partido del orden parecía haber consolidado su posición política, sin embargo, la inesperada muerte de Luis Felipe, el principal pretendiente dinástico de la casa de Orleans, avivó las discrepancias entre las facciones dinásticas, que intentaban cada una por su parte capitalizar el triunfo recién obtenido hacia sus propios intereses. Desgarrado entre sus pugnas intestinas, el Partido del orden dejó escapársele las oportunidades que se le presentaron para acotar el poder del Presidente y su gabinete, ejerciendo medidas tibias que evitaban toda confrontación directa con el Gobierno; en cambio, en su lucha contra el pueblo, se veía obligado a aumentar las facultades del Poder Ejecutivo y, con ello, facilitaba las maquinaciones golpistas de Bonaparte.

Habiendo quedado relegadas las clases populares del escenario político por las derrotas de junio de 1848 y 1849 así como por la ley electoral de 1850; el periodo final de la República constituyó nada más que un conflicto en el seno de las clases dirigentes por asentar su propia hegemonía. Pero aunque el Partido socialdemócrata fue hecho a un lado, su espectro siguió atormentando a la burguesía e influyendo en la dinámica de la lucha de clases. En la creciente disputa entre el Partido del orden y Bonaparte, la Asamblea Nacional fue minando ella misma su fuerza al ir entregando poco a poco sus armas de lucha por el temor de revivir el peligro de la revolución popular y, con ello, aparecer como agente perturbador del orden ante su propia clase; pero actuando así, dejaba el camino abierto a Bonaparte para continuar de manera cada vez más abierta y amenazante sus preparativos para usurpar el poder por vía de un golpe militar. El Partido del orden quedó maniatado pues no podía entablar una lucha seria contra el Gobierno sino a riesgo de agitar a los sectores populares y reanimar al Partido socialdemócrata; de esa forma, se auto anulaba y se veía desplazado por la figura del Presidente, que aparecía como el único garante real del orden.

Los últimos altercados que definieron el desenlace del conflicto fueron las maniobras por el control del Ejército y la discusión en torno a la revisión de la Constitución, que Bonaparte venía presionando con el fin de reelegirse como Presidente en las elecciones generales de 1852. El Ejecutivo aprovechó la debilidad de la Asamblea Nacional para chantajearla, exigiendo y obteniendo mayores recursos que destinó para ampliar su campaña en los departamentos, al mismo tiempo que, ocupaba esos fondos para consolidar su Sociedad del 10 de Diciembre, una organización secreta que funcionaba bajo el disfraz de una caritativa fundación de beneficencia, pero que clandestinamente organizaba milicias armadas reclutadas entre el lumpen proletariado de la capital, encabezada por mandos militares bonapartistas y lista para ser usada como fuerza de choque privada del Presidente. Además, Bonaparte inicia una serie de revistas militares y banquetes para ganarse a la oficialidad del Ejército. Las maniobras bonapartistas y los infructuosos intentos de la Asamblea Nacional por neutralizarlas, exacerban las disensiones entre el Legislativo y el Ejecutivo, generando también una fractura en las Fuerzas Armadas. El Ministerio aprovecha para hacer cambios sin el consentimiento y a costa de la Asamblea, sustituyendo al ministro de Guerra y relevando oficiales para aislar al general Changarnier, único alto mando militar ligado al Partido del orden.

Luis movió sus piezas para controlar al Ejército directamente por el Ejecutivo, sin depender del Parlamento. A inicios de 1851, la Asamblea Nacional interpeló al general Changarnier por una orden de plaza que prohibía a las tropas responder a cualquier requerimiento hecho por la Asamblea, obteniendo del general un juramento de fidelidad; pero, con ello, el Legislativo acaba colocándose a los pies del Ejército, en sus pugnas con el Gobierno. En esas circunstancias, Bonaparte provoca una contienda buscando la destitución de Changarnier, lo que desata una crisis ministerial en la cual si bien la Asamblea apela a su derecho constitucional de requerir a las tropas, no aprovecha la situación para materializar su deseo de formar un ejército parlamentario a su disposición; entonces Bonaparte toma la iniciativa sustituyendo su gabinete, destituyendo a Changarnier y colocando un nuevo ministro de Guerra. La Asamblea nombra un Comité extraordinario que, en coalición con los republicanos y La Montaña, solo logra emitir un voto de censura contra el nuevo Ministerio; este hecho marca el declive definitivo del Partido del orden, que se ve obligado a buscar reconciliar sus alas dinásticas, reanimar a las otras fracciones parlamentarias y perder su independencia legislativa para oponerse a un Bonaparte cada vez más fortalecido.

La presidencia responde al voto de desconfianza parlamentario con un recambio ministerial, colocando a meros títeres en el nuevo gabinete que permiten a Bonaparte concentrar en su persona las facultades del Poder Ejecutivo. Mientras la Asamblea se desgasta en una guerra legislativa contra el Ministerio, rechazando todas las propuestas enviadas por Bonaparte, comete el error de objetar una propuesta de amnistía a los presos políticos, lo que le habría repuesto un cierto grado de popularidad; pero oponiéndose a la más mínima decisión que pudiera implicar una reanimación de la lucha popular, fue aislándose y minando su base social progresivamente. Por su parte, Bonaparte ejecutaba una serie de maniobras ministeriales buscando acentuar las divisiones dentro de la Asamblea Nacional, a la vez que aprovechaba cada agitación provocada por el conflicto, para culpar al Parlamento por obstaculizar la consolidación de un Ministerio estable. Conforme esta situación de inestabilidad se prolongaba, la Burguesía clamaba por un gobierno fuerte, pero la Asamblea se veía cada vez más imposibilitada de fungir ese papel, al tiempo que el Presidente se posicionaba como la única encarnación del orden.

Bonaparte formó un nuevo gabinete ministerial, el cual se encargó de imponer a la Asamblea Nacional el definir su postura respecto a la revisión constitucional. En ello, cada partido tenía sus propios objetivos: los bonapartistas deseaban una prórroga al mandato del Presidente, mientras los republicanos se oponían a toda revisión que pusiese en tela de juicio la existencia de la República; por su parte, las disputas dinásticas de los monárquicos los colocaron en una disyuntiva irresoluble: si rechazaban la revisión, suprimían toda salida institucional al conflicto, propiciando un choque directo que abriera el camino a una intervención revolucionaria de las masas; si aceptaban, se devorarían entre las aspiraciones restauracionistas de cada dinastía y, debilitados, se colocarían a los pies de Bonaparte, abriendo el paso a una usurpación imperial. Aunque algunos grupos de cada dinastía buscaron una reconciliación, sus intereses de clase lo impidieron así como el rumor de una candidatura propia de los legitimistas a la Presidencia, lo cual acabó rompiendo incluso su coalición parlamentaria, lo que agudizó la descomposición del Partido del orden y llevó a sus sectores conciliadores a pactar con los bonapartistas la revisión constitucional.

Sin embargo, la revisión fue rechazada al no alcanzar la mayoría de ¾ necesaria en el Parlamento, debido a los votos en contra que lograron juntar orleanistas, republicanos y la Montaña; pero con ello, la Asamblea Nacional se mostraba como el último obstáculo ante los deseos imperiales de Bonaparte, quien respondió sustituyendo el mando de la 1ra división militar. La Asamblea no solo no hizo nada sino que se autocensuró, suspendiendo sus sesiones apenas unas semanas después de haber votado este asunto tan crucial; con ello, dejó el campo libre al Presidente para finiquitar sus planes golpistas. Mientras tanto, el Partido del orden se desfondaba, varios sectores comienzan a abandonar el barco y pasarse el Partido bonapartista, como reflejo de un fenómeno más amplio en que la misma Burguesía quitó su apoyo a la Asamblea y trasladó sus deseos de orden y estabilidad a la persona de Luis Bonaparte, disgustada por la mezquindad, cobardía e impotencia de sus representantes políticos, que a sus ojos no hacían más que desestabilizar el régimen. Finalmente, la agudización de la crisis económica, que se dejó sentir nuevamente durante 1851, fue el empujón final para que la Burguesía se abalanzara en masa a los brazos de un nuevo dictador.

Las últimas escenas del año 1851 fueron, en agosto, el pronunciamiento de los Departamentos en pro de la revisión constitucional; la Asamblea rechazándola, en septiembre, y los legitimistas anunciando públicamente su candidatura. En octubre, Bonaparte anuncia su pretensión de restaurar el sufragio universal, dando un golpe bajo al Parlamento que había mutilado al electorado, y hace dimitir a sus ministros, formando su último gabinete acompañado de un nuevo prefecto de policía en París y de la concentración de tropas en la capital. En noviembre, la Asamblea reanuda sus sesiones solo para ratificar su completa pérdida de control sobre el Ministerio y discutir la iniciativa de restaurar el sufragio universal que, al rechazarla, acaba arrojando sobre de sí el descontento popular. Finalmente, propone su última iniciativa de ley sobre el derecho de la Asamblea para requerir a las tropas; al perder la votación, se esfuma el suelo que la sostenía, demostrando su completa dependencia de los militares para salvar su situación pero, simultáneamente, su incapacidad para hacer valer su derecho a disponer del Ejército; en cambio, permitió a las Fuerzas Armadas colocarse como árbitro supremo que decidiría el conflicto entre los poderes institucionales de la República.

En vano la Asamblea trató torpemente de salir de su situación desesperada, con una tardía y tímida enmienda a la Ley electoral que, empero, fue rechazada. Asimismo, su proposición sobre una Ley de responsabilidad para sujetar constitucionalmente al Presidente, ya solo demostró que el Parlamento había dado por perdida la guerra, y se resignaba únicamente a suavizar las condiciones de la derrota, colocando una pequeña piedra en el camino de Luis Bonaparte antes del cederle el poder total. Con ello, el golpe de Estado estaba más que anunciado, todos los partidos lo presentían pero cada vez más sectores se mostraban proclives al mismo; mientras que, los grupos que se oponían, no fueron capaces de hacer nada serio para evitarlo, en cambio, con su indecisión, allanaron el terreno para el brutal desenlace. Así, en la noche del 1ro de diciembre, Bonaparte colocó en la oscuridad las piezas faltantes de la llamada Operación Rubicón.

Luis extrjo 25 millones de francos del Banco de Francia para comprar a los militares; organizó un cuartel general y un Estado mayor compuesto por sus oficiales más cercanos e, igualmente, elaboró una lista de 76 personas que debían ser arrestadas. Durante la madrugada del 2 de diciembre, se allanaron las viviendas de los principales jefes de los partidos de oposición, radicales y conservadores, así como de Cavignac, Changarnier y otros generales, quienes fueron transportados a las cárceles de Vincennes, Mazas y Ham. Simultáneamente, las tropas tendieron cordones alrededor de las principales plazas públicas, con el fin de disuadir cualquier concentración de gente, y ocuparon sitios estratégicos como las oficinas de telégrafos, estaciones ferroviarias y ayuntamientos así como Iglesias y cuarteles de la Guardia Nacional para evitar toda resistencia popular. También, la policía ocupó las imprentas de la capital, donde se reprodujeron miles de proclamas presidenciales que fueron pegadas en todas las paredes de París, explicando el golpe como una respuesta anticipada a una supuesta conspiración orquestada por la oposición.

El golpe se corona con la ocupación militar del Parlamento, la orden de disolución de la Asamblea Nacional y del Consejo de Estado así como la declaración del estado de sitio. A pleno día, Bonaparte conforma un nuevo Consejo, revoca la ley electoral y restablece el sufragio universal, invitando a la población a participar en un referéndum como una manera de legitimar su usurpación, votando a favor o en contra de una nueva Constitución que disponía el alargamiento del periodo presidencial a 10 años, un gabinete ya solo responsable ante el Presidente, un Consejo de Estado integrado por miembros vitalicios quienes redactarían los proyectos de ley, mismos que serían simplemente revisados por el Parlamento, el cual sería electo mediante voto universal y sometido a una Cámara alta que prevendría de cualquier ley contraria a los principios constitucionales recién establecidos. Adelantándose a la voluntad popular, los altos mandos del Ejército obligaron a las tropas a celebrar, en un plazo de 48 horas, un referéndum propio como mecanismo para convalidar el golpe.

Bajo la persecución de tropas especiales, cientos de asambleístas sesionaron en el edificio del 10° Distrito; logran emitir una resolución en la que desconocen al Presidente e intentan infructuosamente arengar a la multitud arremolinada en la alcaldía. Observando la nimia reacción de la población, el ejército arremete contra los legisladores que son transportados a prisión. Pero, aunque gran parte de París continuó su actividad habitual, el 3 y 4 de diciembre se produjeron disturbios en los distritos republicanos, derivando en enfrentamientos y barricadas, las cuales por estar dispersas y localizadas, tuvieron un carácter muy limitado y fueron barridas por la artillería y la infantería. Estas trágicas escenas se desarrollaban en los barrios pobres de la periferia, mientras en los grandes bulevares del centro de la capital afluían con normalidad las personas a las tiendas y restoranes. No obstante, un incidente ocurrido en los bulevares durante el paso de algunas columnas militares que se dirigían al sitio de los enfrentamientos, provocó que las tropas comenzaran a disparar indiscriminadamente y allanaran edificios, dejando un saldo de 400 civiles asesinados. Con la sangre aún fresca en los barrios y bulevares, el 21 y 22 de diciembre se realiza el referéndum por el que 7,5 millones de franceses expresan su consentimiento al golpe de Estado.


[1] Un comité electoral obrero escogió a 3 candidatos socialistas en París: De Fotte, Vidal y Carnot, “quienes representaban a las 3 clases coaligadas: el proletariado revolucionario, la pequeña burguesía radical y la burguesía republicana. Era una coalición general contra la burguesía y el gobierno, como en febrero. Pero, ahora, la cabeza de la liga revolucionaria era el proletariado” (Marx).