IV.- El fin de una era: ascenso y caída del segundo imperio napoleónico

Reacción política, prosperidad comercial y auge imperial

Unas semanas después del referéndum que legitimó el golpe de Estado ejecutado por Bonaparte, se elaboró de forma exprés una nueva Constitución, redactada por una comisión de juristas designados por el propio Luis. La carta constitucional, promulgada el 12 de enero de 1852, le otorgó al nuevo presidente una extensión en el cargo por 10 años; le eximió de comparecer ante el Parlamento, siendo ahora solo responsable ante “el pueblo”; le facultó para designar y destituir a voluntad a los ministros así como a los integrantes del Consejo de Estado, nuevo organismo encargado de elaborar los proyectos de ley, mismos que serían discutidos por un Cuerpo Legislativo, el cual solo podría sesionar 3 meses al año para rechazar o aceptar, sin enmiendas, las iniciativas enviadas por el Consejo. Lo que se completaba con la creación del Senado, nombrado por el Presidente y facultado para vetar cualquier ley que pusiera en entredicho los principios políticos e ideológicos del nuevo régimen.

El Parlamento quedó fragmentado en tres cámaras, con un Cuerpo Legislativo electo por voto popular cada seis años y restringido en sus atribuciones parlamentarias, contrapuesto al Consejo de Estado y el Senado, cuyos miembros eran vitalicios y se distribuían las labores legislativas efectivas, pero estaban bajo el control directo del Presidente. A los diputados se les canceló cualquier posibilidad de interpelar o criticar las decisiones del Poder Ejecutivo, ni los ministros estaban obligados a comparecer ante las Cámaras, cuyas sesiones, a pesar de ser públicas, se prohibió publicarlas en la prensa, y solo se permitió insertar un acta final redactada por el presidente de la Asamblea, el cual era designado por Napoleón. La nueva Constitución revocó en los hechos el principio de división de poderes, minando la fuerza del Parlamento y concentrando el poder en el Ejecutivo, constituyéndose en un peldaño de transición hacia la restauración monárquica que anhelaba Bonaparte.

Aunque vaciló en un primer momento para erigirse en emperador, debido a la reacción que ello pudiera suscitar por parte de las otras potencias europeas, que seguramente verían con recelo el resurgimiento del imperio francés; sin embargo, los sectores allegados que habían participado en el golpe iniciaron una campaña por impulsar la restitución del trono imperial como vía para coronar la posición de poder que habían conseguido. Entonces, el Consejo de Estado elaboró un proyecto de ley, aprobado por el Senado y el Cuerpo Legislativo, para liquidar la República e instaurar de nuevo el Imperio; como mera formalidad, Luis sometió el asunto a la aprobación popular mediante un segundo referéndum que arrojó un abrumador apoyo con más de 7,8 millones de votos a favor y solo 250 mil en contra. De ese modo, un año después del golpe de Estado, quedó establecido el II Imperio y Bonaparte fue nombrado Napoleón III, emperador de Francia.

Investido de facultades extraordinarias, en los primeros años posteriores al golpe, Bonaparte gobernó de manera dictatorial y unipersonal, a través de medidas represivas: se efectuaron decenas de miles de detenciones en varios departamentos de Francia, amparadas en el pretexto de abatir la conspiración que supuestamente había intentado derrocarlo; de los aprehendidos, 9 mil fueron enviados a Argelia (por entonces colonia francesa) y otros 1500 desterrados del país. Asimismo, las asociaciones y reuniones públicas así como la prensa debían someterse al control y permiso del gobierno, a riesgo de ser disueltas. Decenas de profesores universitarios y de enseñanza media son revocados por impartir disciplinas sospechosas. Se instaura un régimen burocrático-policial sustentado en una administración fuertemente centralizada en torno a la figura del Ministro del Interior y los Prefectos departamentales, que fueron investidos de amplias atribuciones y colocados al frente de una extensa burocracia, apoyada en el ejército y la policía cuyos efectivos, roles y presupuesto fueron acrecentados.

La burocracia, que se fue consolidando hasta constituir un cuerpo con cientos de miles de funcionarios dependientes directamente del Presidente, no solo ejecutaba funciones administrativas sino que se encargaba de engrasar el sistema electoral por medio de una estrategia sistemática de manipulación de los comicios a través de una “geografía electoral activa y dinámica” por medio de la cual se modificaban permanentemente los lindes de los distritos urbanos y rurales, a tal forma de fragmentar aquellos que mostraran un comportamiento político contrario al gobierno. Desde el régimen se ejercía una injerencia directa en los procesos electorales mediante el patrocinio de candidaturas oficiales y la obstrucción de la oposición a la que se hostigaba, perseguía y encarcelaba. Además, se sobornaba y chantajeaba a los medios impresos para que favorecieran a los candidatos gubernamentales y se pagaba a un ejército de funcionarios organizados para manosear las urnas y tergiversar los resultados electorales. Obra que era completada por la Iglesia la cual, a cambio del aumento de su riqueza e influencia (sobre todo en las escuelas), orientaba al campesinado para apoyar electoral y políticamente al régimen imperial.

Pasada la situación crítica de los primeros años, el régimen bonapartista impulsó una serie de reformas desde arriba, aprovechando la prosperidad económica que se prolongó por más de dos décadas, la cual fue producto de la pacificación social obtenida tras la derrota del proletariado parisino. Los efectos de la revolución industrial se manifestaron en Francia a partir de la segunda mitad del siglo XIX, propiciando un gran auge industrial y comercial estimulado por el apoyo del Estado y las inversiones de una nueva burguesía financiera que emergió y se enriqueció con la fundación de grandes bancos nacionales. Estas instituciones bancarias representaron el principal resorte del Estado para impulsar su política económica que se tradujo en la construcción de magnos proyectos de obras públicas y comunicaciones, instalándose un sistema de canales y ríos así como una extensa red ferroviaria que interconectó al país, consolidando su mercado interno. Ello fue acompañado de una intervención estatal para aliviar las condiciones de vida de las clases populares, pues a la vez que las obras públicas brindaban empleos al proletariado, se destinaron créditos y apoyos hacia el campesinado y los pequeños propietarios.

Este impulso modernizador permitió la consolidación del Capitalismo en Francia, cuya culminación fue la política de reconstrucción urbana implementada por el barón Georges Eugéne Haussmann, contratado por el Gobierno para remodelar la capital y otras urbes, en cuyas zonas céntricas se construyó un sistema de alcantarillado y desagüe, se les dotó de iluminación y se emprendió una vasta obra arquitectónica con la construcción de grandes edificios, parques y plazas públicas así como bulevares, museos y espacios culturales, lo que implicó el ensanchamiento y cuadriculación de las calles y avenidas principales de los barrios de París. Esta política generó un auge inmobiliario y especulativo que, si bien enriqueció a la burguesía rentista, en contraparte, implicó el despojo y desplazamiento de las clases populares hacia las periferias suburbanas, generando un marcado contraste entre el centro-oeste cosmopolita y moderno de París, que coexistía con la miseria, insalubridad y hacinamiento de los barrios obreros del nororiente. Además, el recuerdo de las insurrecciones parisinas del 48 dotó a la reconstrucción urbana de un objetivo político dirigido a disuadir la construcción de barricadas, un método de lucha tradicional del proletariado parisino.

La situación interior de paz social y prosperidad económica, logradas a partir de una estrategia combinada de represión hacia la oposición política y dádivas paternalistas hacia las clases populares, permitió al régimen imperial emprender una activa política exterior. A pesar de que, al momento de investirse como emperador, Napoleón III prometió que el Imperio significaría la paz, intentando así apaciguar la desconfianza de las otras potencias europeas; sin embargo, a la primera oportunidad buscó sacar ventaja de las rivalidades entre potencias así como de los movimientos nacionalistas para intentar modificar los tratados establecidos contra Francia en 1815. El conflicto que enfrentó a Rusia y Turquía por la tutela de los intereses cristianos en el Imperio otomano, le ofreció el pretexto perfecto para intervenir buscando congraciare con el papado en Roma y con los sectores clericales franceses, así como posicionar a Francia de nuevo en el escenario europeo.

Entre 1853 y 1856, Napoleón III intervino en la guerra de Crimea la cual, habiendo iniciado como un conflicto religioso entre Turquía y Rusia, Francia lo convirtió en una disputa por el control de los Balcanes, realizando una serie de gestiones diplomáticas para concertar una alianza a favor de Turquía en la que incorporó primero a Inglaterra y luego a Austria; juntas, infringieron al imperio zarista una gran derrota y le obligaron a aceptar unas condiciones de paz bastante duras que implicaron el repliegue estratégico de Rusia en los asuntos de Europa, la independencia de los principados turcos del imperio otomano y el control por Francia e Inglaterra del Bósforo y del Mar Negro.  Además, Napoleón se arrojó dos triunfos particulares pues Francia desplazó a Rusia como protectora de los cristianos ortodoxos del imperio otomano, se ganó como aliada a Inglaterra y, finalmente, a través de su activa diplomacia en el Congreso Internacional de 1856, celebrado en París, quebró los acuerdos de 1815 que pesaban sobre el orgullo nacional francés.

Habiéndose colgado esta medalla, Napoleón se sintió con fuerza para acometer su viejo sueño de apoyar la liberación de Italia del dominio austriaco, con el fin de reinsertarla dentro de la zona de influencia francesa. Sería un atentado contra Napoleón y su esposa, cometido en 1858 por el joven Felice Orsini, integrante de las sociedades secretas italianas, lo que le serviría de pretexto para imponer una Ley de seguridad general en Francia e impulsar una campaña al exterior en pro de la libertad nacional italiana. Así, Bonaparte entabló conversaciones con Cavour, primer ministro del Piamonte, con el cual acordó emprender una guerra en la que Francia intervendría en apoyo de Italia contra Austria, a cambio de recibir Saboya y Niza, territorios de habla francesa; por su parte, el reino piamontés obtendría el Véneto y Lombardía seguido de lo cual se formaría una Confederación italiana presidida por el Papa. A pesar de que este plan no llevaría a la plena independencia de Italia a través su unificación nacional, sino que la mantendría dividida y débil, sustituyendo la dominación austriaca por la francesa, Cavour aceptó la alianza.

Con antelación, Bonaparte ya había hecho gestiones diplomáticas con el fin de aislar a Austria, neutralizando una posible intervención de Rusia e Inglaterra, lo que prosperó debido a que ninguna de ambas potencias se disponía a participar en un conflicto bélico tras la Guerra de Crimea. Entonces, cuando Piamonte rechazó un ultimátum lanzado por Austria en abril de 1859, comenzó la guerra. El ejército de los Habsburgo cruzó las fronteras italianas; esa fue la señal para que Francia enviara sus fuerzas armadas, que movilizó a través de vías férreas hasta el Piamonte; sin el apoyo del ejército piamontés, derrotó a los austriacos en Magenta, pero tanto austriacos como franceses sufrieron inmensas pérdidas de hombres y armas, además Prusia comenzó a movilizar tropas en la región del Rin; entonces, buscando evitar la intervención de otras potencias por la prolongación innecesaria del conflicto, rápidamente Napoleón entabló negociaciones de paz que fueron aceptadas por Austria. Como resultado, Piamonte consiguió Lombardía pero no el Véneto, y Francia desistió de sus exigencias sobre Niza y Saboya.

Cavour sintió como una traición este rápido abandono de la guerra por Francia y las negociaciones de Bonaparte realizadas por su cuenta con Austria, por lo que dimitió encolerizado de su cargo. Sin embargo, aunque en esta primera confrontación bélica Francia demostró su superioridad frente a Austria, ello no resolvió el conflicto nacional italiano, sino que lo avivó aún más. A inicios de 1860, Cavour sube de nuevo al poder y forma una coalición con las fuerzas garibaldinas, que también pugnaban por la libertad italiana, para emprender nuevamente la guerra en acuerdo con Francia. Al vencer sobre Austria, Italia logró su unidad e independencia nacional; mientras Francia obtuvo Niza y Saboya, sin embargo, acabó perdiendo popularidad entre el pueblo italiano por su actuación oportunista en el conflicto; además, aunque el triunfo de Italia acabó por derrumbar el sistema europeo establecido por la restauración de 1815, a costa de Francia, al largo plazo el II Imperio napoleónico acabaría resintiéndose por las consecuencias que vendrían en la siguiente década.

Liberalización política, efervescencia social y declive imperial

Durante casi un cuarto de siglo, en Europa se había venido desenvolviendo un periodo de expansión económica caracterizado por la subida de precios, ganancias y salarios, propiciado por el progreso tecnológico e industrial, instituyéndose un Capitalismo de libre competencia que favoreció el ascenso de la burguesía como clase hegemónica y del liberalismo como ideología de los Estados europeos. El panorama económico y social de los principales países de Europa, a la cabeza de los cuales se colocaba Inglaterra, seguida de Francia y Alemania, comenzó a cambiar progresivamente. La prosperidad económica general se vio reflejada en los avances técnicos, comerciales y financieros así como una revolución en las comunicaciones y transportes, acicateada por un flujo masivo de metales preciosos de las minas de oro descubiertas en diversas regiones del mundo; asimismo, la estructura agraria de las sociedades se transforma con los procesos de urbanización y proletarización derivados de la migración masiva del campo a la ciudad, trayendo consigo un gran dinamismo demográfico acompañado del surgimiento de grandes concentraciones poblacionales.

El acelerado crecimiento de las ciudades convierte a las capitales europeas en símbolos del Capitalismo en ascenso; paulatinamente, las grandes fábricas sustituyen a los negocios artesanales familiares, los grandes almacenes a las pequeñas tiendas y los amplios bulevares comerciales a los estrechos barrios populares. Aunque el campesinado se mantiene como el sector poblacional mayoritario, la nobleza feudal y la pequeña burguesía artesanal van desapareciendo progresivamente como clases sociales tradicionales del antiguo régimen en el campo y la ciudad, mientras que la burguesía y el proletariado industriales se expanden como nuevas clases urbanas. Al nivel del escenario europeo, los viejos imperios coloniales de la península ibérica habían sido desplazados hacía tiempo, y Rusia había quedado relegada tras la guerra de Crimea; Francia e Inglaterra se habían logrado posicionar como potencias que lideraban el auge comercial e industrial del continente, sin embargo, comenzaban a mostrar signos de estancamiento y a ser rebasadas por la creciente productividad económica, modernización militar y energía diplomática de Alemania.

Ante este contexto, Francia buscó no quedar rezagada de las transformaciones que sufría Europa y decide abandonar su tradicional política proteccionista en favor de un liberalismo económico que le lleva a concertar un tratado comercial con Inglaterra en 1860, por el que reduce sus derechos aduanales sobre el carbón así como los productos metalúrgicos y textiles ingleses. En los siguientes años, Francia firmaría tratados comerciales con la mayoría de países del continente, provocando su expansión y modernización económica: establece innovaciones en el sistema financiero y crediticio, la mecanización de la industria, la concentración masiva de capitales y la formación de grandes centros industriales, configurando tanto a una pujante burguesía como a un poderoso proletariado industrial, situado en las zonas textiles o metalúrgicas de Lyon, Normandía, Ardenas y, sobre todo, en París, ciudad capital que pasa, entre 1850 y 1870, de 1 millón a 2 millones de habitantes.

De manera paralela al viraje liberal en materia económica, el Imperio emprende una liberalización política del régimen. Napoleón comenzó a pensar en la forma de transformar su régimen personalista, dando al Imperio continuidad a través de bases institucionales sólidas, que le permitieran asegurar el trono en lo que su primogénito cumplía la mayoría de edad. Se avanza entonces hacia un régimen autoritario pero con rasgos parlamentarios. Después de desarticular completamente cualquier signo de oposición durante los primeros años, Bonaparte comenzó a flexibilizar el control gubernamental, permitiendo la revisión de las sentencias judiciales dictadas contra los prisioneros políticos, con lo que 3 mil personas fueron liberadas y otros tantos fueron siendo excarcelados en los siguientes años de la década, hasta que en 1859 se declaró una amnistía general (que, no obstante, excluyó a 1800 prisioneros considerados políticamente peligrosos).

Bonaparte inicia un viraje moderado en materia religiosa al alejarse de los sectores más conservadores del clero, dejar de consultar al papa en el nombramiento de obispos, promover las escuelas estatales por sobre las religiosas y acotar los privilegios de las órdenes eclesiales. Alejado de los grupos ultramontanos, requirió ampliar la base de sustentación del régimen buscando, por un lado, acercarse a los partidos de oposición y, por otro, apoyarse en las clases populares. Bajo esa orientación, a partir de 1860 se iniciaron reformas tendientes a una apertura política del régimen, estableciendo normas constitucionales que aumentaron las atribuciones del poder legislativo y suavizaron la censura que pesaba sobre la prensa.  Esta búsqueda de acercamiento con los sectores más conciliadores de la oposición, propició una recomposición de la disidencia política y un avance de los republicanos que entre 1857 y 1863 pasaron de 5 a 32 escaños en la Cámara baja, obteniendo una alta votación en París y otras ciudades. Al finalizar la década, en las elecciones de 1869 una coalición monárquico-republicana consiguió a la oposición 30% de los votos, ocupando 70 de los 260 escaños del Parlamento.

En ese marco, el proletariado francés comienza a recuperarse de su marasmo, formando asociaciones y cooperativas. En respuesta, el Gobierno decide enviar una comisión obrera a la Exposición Internacional de Londres (1862), donde los delegados franceses e ingleses deciden emprender una serie de campañas y reuniones internacionalistas de las cuales nacerá la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT, 1864), con la sección francesa como una de sus principales promotoras. Estos pasos organizativos son acompañados a mediados de la década por una creciente agitación obrera, que combina el impulso de candidaturas obreras a las elecciones con paros y protestas, que llevaron a la conquista del derecho de asociación y huelga a mediados de la década. Apoyado por la AIT y los sindicatos ingleses, el pujante proletariado francés acrecentó su tamaño y combatividad, articulándose el movimiento obrero parisino y de las zonas industriales, donde ocurrieron potentes huelgas que continuamente acabaron en choques violentos con las fuerzas policiales, asumiendo un alto nivel de radicalidad en los últimos años del Imperio. Así se sucedieron las huelgas de los obreros del bronce en París (1867), en los textiles de Rouen y Lyon (1868), de los mineros de Saint-Etienne (1869) y la de los trabajadores de Creusot (1870).

Esta efervescencia social y política provocó el declive del partido bonapartista, cuyo principal líder, el primer ministro Persigny, acabó siendo destituido por su impotencia para frenar el avance de la oposición al régimen. Además, se generó una reanimación de los cuerpos legislativos, que fueron dotados con el derecho de interpelar al Gabinete, publicar los debates parlamentarios, elegir el presidente de la Asamblea y elaborar iniciativas de ley; la figura central fue el hermanastro del emperador, Morny, colocado en la presidencia del Cuerpo Legislativo, desde donde colaboraría con el principal jefe de los diputados republicanos, Emile Ollivier. Esta ola liberal culminaría en los últimos años de la década, con el avance republicano en las elecciones de 1869 y la formación del llamado “Imperio Liberal”, al redactarse una nueva Constitución en 1870 que permitió la integración de un gabinete de conciliación con la oposición, comandado por Emile Ollivier, cuyos ministros eran responsables frente a la legislatura; al recibir el Ministerio y el Parlamento mayores facultades, el emperador se vio obligado a gobernar con su cooperación.

Pero esta apertura liberal efectuada en la última etapa del régimen imperial, no respondía tanto a las inclinaciones democráticas de Napoleón como al declive que venía padeciendo su gobierno. Todavía en la primera mitad de la década de 1860, Francia podía vanagloriarse de que sus ejércitos sostenían a cientos de miles de hombres armados distribuidos por todo el mundo, desde Roma hasta África del Norte y de China a México, pasando por Medio Oriente y las Indias Orientales; el gran Imperio francés era el único capaz de rivalizar con la Commonwealth de Inglaterra, mantener replegado al imperio zarista, apoyar las luchas de liberación de los pueblos polacos e italianos, sostener relaciones privilegiadas con el poder terrenal de la Iglesia, concentrado en la figura del Papa e, incluso, buscar expandir su zona de influencia, colocando a un duque austriaco al frente de una colonia imperial en el continente americano; la culminación de este impulso sería la terminación en 1869 del Canal de Suez, construido en Egipto con inversión financiera francesa.

Napoleón logró esta vasta expansión imperial, como producto de la pacificación social y el auge económico derivados del aplastamiento de la revolución de 1848 así como de una serie de circunstancias fortuitas que supo aprovechar debido a su olfato oportunista en materia diplomática. Sin embargo, la suerte lo abandonaría paulatinamente, conforme fue comenzando a sentir el peso de los años, con un sinfín de enfermedades que le aquejaban, pero sin abandonar sus anhelos imperiales, los cuales fueron impulsados con una torpe política exterior que lo zambulló en diversas aventuras coloniales, diplomáticas y militares que lo ahogaron en un pantano en el cual acabó hundiéndose; durante la segunda mitad de la década, se sucederían una serie ininterrumpida de fracasos bélicos y diplomáticos que enterrarían sus sueños imperiales. El primer ejemplo de ello fue su trágica aventura colonial en América, donde no solo demostró un fatal error de cálculo geoestratégico sino, también, que su política liberal al interior de Francia no excluía el apoyo a fuerzas conservadoras en el extranjero.

Aprovechando que Estados Unidos -la nueva potencia capitalista situada al norte del continente americano- se encontraba sumergida en una cruenta guerra civil, Francia vio la posibilidad de intervenir en el conflicto que oponía a conservadores y liberales en México. Tras vencer al partido conservador en la Guerra de Reforma, el gobierno liberal de Benito Juárez se vio obligado a establecer una moratoria de la deuda externa buscando recomponer la economía; este hecho fue utilizado por Francia como pretexto para emprender con España e Inglaterra una intervención tripartita con el fin de obligar a México a saldar su deuda. Aunque Juárez pudo maniobrar diplomáticamente con Inglaterra y España, quienes aceptaron negociar y retirar sus ejércitos que tenían apostados en el puerto de Veracruz, Bonaparte decidió proseguir su ocupación y declaró la guerra a México en 1862 con el plan de derrocar al gobierno y establecer un régimen monárquico subordinado a Francia. A pesar de enfrentarse a una feroz resistencia del pueblo mexicano que, con la batalla de Puebla, logró frenar por más de un año la marcha del Ejército francés, los refuerzos enviados por Francia apuntalaron su ofensiva militar, hasta ocupar la ciudad de México.

Una vez capturada la capital, se embarcaron hacia México el archiduque Maximiliano de Habsburgo (hermano del rey de Austria) y su esposa Carlota, a quienes se les había prometido el trono. Arribaron y se instalaron en 1864, pero desde sus inicios el gobierno imperial encontró diversas dificultades. Por un lado, los dirigentes del partido conservador, quienes habían gestionado el apoyo de Francia para el advenimiento de un rey europeo a México, se desilusionaron al ver que, en vez de restaurar el poder de la Iglesia y los terratenientes, Maximiliano aplicó medidas gubernamentales de corte liberal en materia educativa, agraria y social. Además, los generales y diplomáticos franceses veían con malos ojos los intentos de Maximiliano por independizarse del control que ejercía Francia sobre su gobierno. Fuera de México, el fin de la guerra civil norteamericana en 1865 acrecentó la presión de EUA sobre Francia para que retirara sus ejércitos y todo apoyo al imperio mexicano, que veía como una amenaza en su frontera sur. Esta presión se hizo insostenible al año siguiente, con el inicio de la guerra austro-prusiana, que obligó a Bonaparte a retornar sus ejércitos hacia Europa. Aislado políticamente y sin el sostén de la armada francesa, los liberales mexicanos derrotaron al ejército imperial y avanzaron a la capital, derrocando al gobierno de Maximiliano, quien fue ejecutado junto con algunos líderes conservadores en 1867.

El descalabro en México y la ejecución de Maximiliano, miembro de una de las casas dinásticas más importantes de Europa, provocó un enorme desprestigio de Francia, profundizando el declive del Imperio napoleónico iniciado un año antes, con los resultados de la guerra austro-prusiana de 1866. Este conflicto inició por la muerte del rey de Dinamarca, provocando la secesión de los ducados Schleswig y Holstein, pero se convirtió en asunto internacional cuando estos territorios daneses decidieron adherirse a Alemania. Entonces entra en escena el recién nombrado canciller de Prusia, Otto von Bismark, quien arregló una alianza con Austria para intervenir contra Dinamarca y apropiarse los ducados; una ofensiva combinada de ambos ejércitos alemanes derrotó rápidamente a los daneses. Pero Austria y Prusia no lograron ponerse de acuerdo en torno a la administración de los territorios recién anexionados por lo que, a pesar de diversos pactos firmados entre ambas naciones, Prusia aprovechó la posición prominente que mantenían sus ejércitos en la región para lanzar una ofensiva contra Austria, a la cual deseaba excluir con el objetivo de organizar la unificación del imperio alemán bajo la hegemonía prusiana.

La habilidad diplomática del canciller prusiano le permitió convenir una alianza militar con Italia así como obtener una promesa de neutralidad por parte de Francia. Prusia se lanzó a la guerra contra Austria, derrotándola en unas pocas semanas y dejando estupefactos a todos los Estados europeos que esperaban una victoria del bando austriaco. Un Ejército prusiano bien comandado y recién modernizado, mediante reformas que mejoraron su sistema de reclutamiento, su aparato armamentístico y su organización logística, se impuso sobre un ejército austriaco que, si bien contaba con la misma cantidad de efectivos y buen armamento, se componía principalmente por tropas de las naciones checas y croatas, oprimidas por el imperio austriaco y mal dispuestas a combatir; además de que la pésima dirección del mando militar austriaco hizo imposible coordinar sus tropas para una defensa eficaz. La paz de Praga, concertada en agosto de 1866, cedió Venecia al reino de Italia y permitió a Prusia anexionarse varios estados alemanes así como reorganizar la confederación alemana bajo su dominio, excluyendo para siempre a Austria.

La guerra austro-prusiana constituyó la guerra más importante que había ocurrido en Europa, tanto por la cantidad de armas y hombres que movilizó como por sus repercusiones. El saldo fue calamitoso para el imperio de los Habsburgo, que desde entonces quedó relegado del escenario europeo. Pero, aunque Francia no participó militarmente en el conflicto, también resultó gravemente perjudicada en sus intereses geoestratégicos, pues no obtuvo ninguna retribución a cambio de su neutralidad y, al contrario, quedó amenazada debido al empuje expansionista de Prusia, la cual habiendo logrado excluir a Austria del imperio alemán, buscó generar las condiciones para la unificación de Alemania y convertirse en la principal potencia en el centro de Europa. Y si el fracaso mexicano causaría una gran inestabilidad y descontento hacia el gobierno de Bonaparte al interior de Francia, el conflicto austro-prusiano redundó en el desprestigio de Francia entre los países del continente europeo, signando el declive inexorable del II Imperio francés.

Además de su progresivo desprestigio en Europa, al interior de Francia, Napoleón se vio enfrentado a una creciente inestabilidad del régimen que, debido a las reformas políticas liberales que había venido concediendo en los pasados años, provocó la rearticulación y avance de la oposición política en las Cámaras legislativas así como el incisivo cuestionamiento por parte de la prensa y un acentuado descontento popular que, incluso, alcanzó a las filas del Ejército y que, tras la elecciones de 1869,  se manifestó con el surgimiento de tumultos sociales y protestas públicas contra el régimen. Bonaparte no cayó en la cuenta de que cometía suicidio político al intentar liberalizar el régimen al mismo tiempo que se profundizaba la declinación hegemónica de Francia en Europa; en esta situación, creyó que otorgando más concesiones y apuntalando una política exterior más agresiva, evitaría el derrumbe de su Imperio, y quizá lo hubiera logrado si no se hubiese embarcado de forma tan torpe y comprometedora en una aventura bélica contra Prusia, que se había convertido en la principal potencia militar europea. El último ejercicio plebiscitario realizado por el régimen, que legitimó la formación de un gobierno liberal-parlamentario, sustentado en un compromiso de Bonaparte con todos los partidos moderados de la oposición, ocurrió el 8 de mayo de 1870, semanas antes del inicio de la guerra franco-prusiana, la cual significaría el fin del Imperio.

La candidatura Hohenzollern y la guerra franco-prusiana

Las relaciones diplomáticas entre Francia y Prusia nunca habían sido muy cercanas, sobre todo, debido a los vaivenes de la política exterior bonapartista; pero en la década de 1860 se deterioraron progresivamente conforme se confrontaron los sueños imperiales de Napoleón III con la política pragmática del Canciller de Hierro prusiano, Otto von Bismark. El vínculo entre ambos ya se había agriado desde la insurrección polaca contra el dominio de Rusia, en 1863, en la cual quedaron enfrentados antagónicamente los intereses, por un lado, de Bonaparte por conquistar simpatías en Europa al cobijar la causa nacional de Polonia y, por otro, de Bismark por aplastar la insurgencia polaca que amenazaba sus planes para expandir la influencia de Prusia en el tablero europeo. A instancias de Bismark, el rey Guillermo I de Prusia había firmado un pacto con Rusia para perseguir y entregar a todos los insurgentes polacos que cruzaran sus fronteras, pero tuvo que recular de este tratado debido a la campaña diplomática lanzada por Bonaparte tomando como bandera la libertad de Polonia, causando con ello una crisis en Prusia que casi costó a Bismark su cargo en la cancillería.

Esta humillación le granjeó a Napoleón la enemistad personal de Bismark, pero pronto el peso de la balanza cambió en Europa y el canciller prusiano tuvo la oportunidad de vengarse. La ocasión se presentaría entre 1866 y 1867, cuando Bonaparte, cuestionado por la oposición debido a los desastres de su política exterior, se vio orillado a reclamar las provincias renanas como compensación a su neutralidad en la guerra austro-prusiana. Ante el rechazo de Bismark, Bonaparte se retractó y modificó sus exigencias, pidiendo el consentimiento de Prusia para que Francia se anexionara Bélgica y Luxemburgo, territorios del reino de Holanda. Encontrando de nuevo la negativa de Bismark, Napoleón redujo su petición a la posesión de Luxemburgo, que supuestamente representaba un peligro para Francia por su posición geográfica; Bismark no se opuso y respondió que ese asunto tendría que tratarlo Francia con Holanda. Napoleón ofreció comprar Luxemburgo por 300 millones de francos al monarca holandés, quien aceptó en un primer momento; sin embargo, al difundirse la noticia, los nacionalistas alemanes explotaron contra la cesión de un territorio que había formado anteriormente parte del reino alemán, por lo que repudiaron su venta sin el consentimiento de Prusia, obligando al rey de Holanda a denegar la oferta.

Francia fue humillada, Napoleón se sintió engañado y el pueblo francés quedó profundamente irritado, reclamando una satisfacción por parte de Prusia y exigiendo la guerra en caso de una respuesta negativa. Solo las vacilaciones de Bonaparte y el hecho de que Prusia aún no lograra recuperarse tras la reciente guerra con Austria, llevó a evitar la confrontación bélica y aceptar la intermediación de Inglaterra para efectuar la celebración de una Conferencia europea para dirimir el asunto; ésta se realizó en Londres, a mediados de 1867, arribando a un acuerdo aceptable para los países involucrados: Luxemburgo permanecería como ducado de Holanda pero quedaría convertido en un territorio neutral, al destruirse sus fortificaciones y retirar Prusia su guarnición. Aunque la solución pareció razonable y justa para los demás países europeos, Bonaparte quedó expuesto como un emperador débil e indeciso y el resentimiento entre el pueblo francés permaneció, no solo hacia Prusia sino, cada vez más, contra el régimen napoleónico.

Pero el punto de quiebre que desencadenaría finalmente el conflicto entre Francia y Prusia, sería un acontecimiento que no les competía directamente pero que fue utilizado como pretexto para entablar la guerra. El origen reside en la revolución liberal española de 1868, que derrocó a la reina Isabel II, tras lo cual quedó vacante el trono; el general Juan Prim, que había dirigido la insurrección, comenzó gestiones para ofrecer la corona de España a varios candidatos de las casas dinásticas europeas; tras ser rechazado en diversas ocasiones, Prim la ofreció al hijo del príncipe Carlos Antonio, jefe principal de la rama católica de los Hohenzollern de Sigmaringen, emparentada con la casa reinante en Prusia. Este hecho lo aprovechó Bismark para intervenir en la crisis de sucesión española, apoyando la candidatura al trono del príncipe Leopoldo, pues ello le permitiría no solo anotarse un triunfo diplomático contra Napoleón III sino, sobre todo, apuntalar sus planes de unificar por fin el imperio alemán, acelerando el proceso a través de una guerra que despertara el fervor nacional.

En 1869 se difundieron por Europa los rumores de la candidatura Hohenzollern al trono español, lo que alarmó a Bonaparte pues el ascenso de Leopoldo a la corona de España, implicaría que Francia quedaría cercada al este y al oeste por la expansión de la influencia prusiana hacia la península ibérica. Bismark calmó las preocupaciones francesas aseverando que el príncipe no aceptaría la oferta y que Prusia no intervendría en el proceso. Sin embargo, a inicios de 1870 la candidatura fue oficialmente ofrecida al príncipe Leopoldo; su padre Carlos Antonio, por ser parte de la familia Hohenzollern, inmediatamente transmitió la petición al rey Guillermo I, señalando que su hijo solo aceptaría la candidatura si el rey de Prusia lo consentía. Guillermo I era partidario de la paz y no veía con buenos ojos el asunto, considerando que aceptar la candidatura significaría una provocación contra Francia que podría desencadenar la guerra; sin embargo, Bismark intervino para presionar al rey, logrando que aceptara la oferta a condición de que Leopoldo estuviera de acuerdo. Entonces el canciller prusiano efectuó gestiones secretas para convencer a los príncipes de que dieran su consentimiento y envió emisarios para promover la candidatura en España.

Bismark pretendía presentar la candidatura como un hecho consumado a Europa, pero el aplazamiento en las sesiones de las Cortes españolas, que elegirían al nuevo rey, hizo pública la aceptación de Leopoldo. En julio de 1870, la noticia llegó a Francia, despertando un colérico estallido de nacionalismo que se expresó en la prensa y en los discursos de diputados y ministros en las Cámaras, sobre los riesgos que la candidatura traía a los intereses franceses y al equilibrio europeo. El duque Gramont, ministro francés de Relaciones Exteriores, envió al embajador Benedetti, para entrevistarse con el rey de Prusia y exigirle que desistiera en su apoyo a la candidatura de Leopoldo. Molesto por los problemas provocados por un asunto al que él se había opuesto desde el principio, Guillermo I ignoró las indicaciones de Bismark y presionó a los príncipes para rechazar la candidatura, a la cual finalmente renunciaron el 12 de julio. Pero no conformes con la victoria diplomática conseguida, Napoleón y Gramont instruyeron al embajador Benedetti a reunirse nuevamente con Guillermo I en la región de Ems, para exigirle garantías de que no se renovaría la candidatura e, inclusive, una disculpa pública por el apoyo que había brindado a la misma.

El rey de Prusia rechazó tajantemente estas peticiones, terminó la reunión con el embajador francés y envió un telegrama sobre lo discutido a Bismark, quien aprovechó para manipular el contenido del texto y publicarlo en todos los diarios importantes de Europa. Por la manera exagerada como se presentaba la negativa del rey Guillermo a las exigencias francesas, el “telegrama Ems” representó una provocación al gobierno de Francia, el cual se vio colocado en una situación comprometida pues, aunque la renuncia de la candidatura Hohenzollern había diluido los motivos de la guerra, el Presidente, su Ministerio y la mayoría parlamentaria habían azuzado a tal grado el chauvinismo del pueblo francés, que el desistirse de emprender la guerra hubiera significado un golpe al orgullo de Francia y el desprestigio total del régimen bonapartista. Bajo la presión creciente de la opinión pública francesa y temiendo que el febril sentimiento anti-prusiano pudiera volverse contra el régimen francés, el Parlamento votó por mayoría los créditos de guerra, la cual fue declarada oficialmente el 19 de julio. Ello le permitió a Prusia culpar a Francia del conflicto y, a Bismark, presentarse como impulsor de una guerra defensiva a los ojos del pueblo alemán y de Europa.

Contra las previsiones de Francia y la mayoría de países europeos sobre el resultado de esta conflagración, Prusia tenía todas las ventajas a nivel diplomático y militar. Francia entró sola a la guerra pues fallaron las gestiones diplomáticas de Napoleón por entablar una alianza con Austria e Italia, que permanecieron neutrales; igualmente, Bismark hizo pública la carta enviada años atrás por el embajador Benedetti, en la que se exponían los planes franceses para repartirse Bélgica, develando las aspiraciones anexionistas de Francia y provocando el repudio de Inglaterra y el resto naciones europeas. Asimismo, al declarar Francia la guerra colocó a Prusia como nación agredida, aglutinando el apoyo de los Estados alemanes del sur para emprender una “cruzada patriótica en defensa de Alemania”. Finalmente, al aislamiento diplomático de Francia se agregó su inferioridad militar, pues mientras Prusia había venido realizado una reforma general en su sistema militar a lo largo de la década, demostrando su efectividad con el triunfo sobre Austria en 1866; en contraparte, solo tras la guerra austro-prusiana el imperio francés vio la necesidad de mejorar su Ejército, con tardías e insuficientes reformas que insertaron algunas innovaciones armamentísticas pero dejaron intacto su régimen de reclutamiento y la organización logística para movilizar sus tropas.

La torpe dirección militar de Francia contrastó con la inicial superioridad numérica, la agilidad de movimientos y la destreza del alto mando del Ejército prusiano, determinando el desenlace. Los preparativos iniciaron por ambos bandos en la segunda quincena de julio de 1870, siendo mucho más lenta y caótica la movilización francesa. Así, a finales de julio, Prusia ya tenía concentrados en Renania y el Palatinado a más de 450 mil hombres armados, organizados en 3 ejércitos listos para ocupar Alsacia; por su parte, Francia disponía apenas de 240 mil soldados concentrados entre Metz y la frontera, bajo el mando de los mariscales Bazaine, MacMahon y Canrobert quienes, sin embargo, no poseían independencia táctica sino estaban subordinados al mando supremo del Napoleón, que asumió la dirección del Ejército. La desastrosa coordinación del plan de operaciones francés, implicaba cruzar el Rin en una rápida ofensiva para ocupar Baden y el Palatinado, bajo una falsa esperanza de que Austria se decidiera a intervenir en la guerra; por su parte, el ejército prusiano opuso una estrategia de dispersión de los 3 ejércitos en su avance hacia el Rin, Palatinado y Tréveris, para luego converger en Saarbrücken, aprovechando las ventajas logísticas de movilizarse por separado en vez de marchar en un solo gran ejército.

El Ejército francés rompió las hostilidades al cruzar levemente la frontera y ejecutar un ataque sobre la ciudad de Saarbrücken, el 30 de julio, obligando a las tropa prusianas a retirarse. Pero esta victoria de nimia importancia sería la primera y la última, pues unos días después, ocurrieron dos batallas no planeadas en Spicheren y Froeschwiller que, aunque fueron pequeñas, marcaron un viraje decisivo en el desenvolvimiento del conflicto, pues las tropas francesas quedaron desmoralizadas y Prusia pasaría a la ofensiva, invadiendo Francia. En estas condiciones, el 7 de agosto Bonaparte decide replegarse con todo su Ejército hacia Metz, dejando la iniciativa de la guerra a Prusia; a partir de entonces, se sucederían uno tras otro los descalabros militares de Francia[1]. El alto mando francés se enfrascó en mezquinas disputas y recriminaciones mutuas, mientras que las derrotas aumentaron el deterioro de la salud de Bonaparte y la presión de los generales para que cediera el mando del Ejército, lo que finalmente hizo, nombrando al general Bazaine comandante en jefe.

Estos sucesos también tuvieron repercusiones políticas pues, la noticia de las derrotas de agosto provocó disturbios populares en París y otras ciudades; como respuesta, la reina convocó una reunión del Consejo de la Regencia y lanzó una proclama llamando a la unidad nacional: “Exhorto a todos los buenos ciudadanos a mantener el orden. Provocar agitación equivaldría a conspirar con nuestros enemigos”. Posteriormente, convocó a las Cámaras en las que una coalición parlamentaria destituyó el ministro Ollivier y designó al frente de un nuevo Gobierno al conde Charles de Montauban, quien también asumió el ministerio de la Guerra y cuyas primeras medidas fueron trasladar fuerzas militares a París y establecer el estado de sitio, para defender al nuevo Gobierno de la ira popular. Al conocer la situación de efervescencia política que se vivía en la capital, Napoleón quiso volver del frente de batalla para retomar las riendas del gobierno, pero la emperatriz lo obligó a detenerse pues sabía perfectamente que el retorno de Bonaparte, en medio del estado desfavorable de la guerra, significaría la revolución.

Napoleón ya no podía seguir al frente del Ejército, pero tampoco podía regresar derrotado a París; al convertirse en un mero bulto para el desarrollo de la guerra, su renuncia al mando y su disipación de la escena política era lo único que evitaba el derrumbe del Imperio; así, el declive de Bonaparte signa la recta final de esta primera etapa de la guerra. El Ejército francés se fragmenta, dispersándose sus columnas de manera desordenada bajo el hostigamiento de las tropas prusianas; mientras MacMahon se repliega hacia Chalons, a donde es alcanzado por Bonaparte, Bazaine queda encerrado en Metz debido a que las presiones de la reina por mantener su insostenible posición le llevaron a vacilar y buscar tardíamente retirarse. Completamente envuelto por las tres columnas del Ejército prusiano, Bazaine buscó romper el cerco y marchar hacia el norte, pero es derrotado en las batallas de Vhionville y Gravelotte (16 y 18 de agosto), quedando el grueso del Ejército francés paralizado. Dejando uno de sus cuerpos sitiando Metz, el Ejército prusiano avanza contra las tropas francesas lideradas por MacMahon quien, por presiones de la reina, el 23 de agosto decide acudir en ayuda de Bazaine, pero éste nunca logró superar el sitio.

En medio de fuertes lluvias y la desmoralización de sus tropas, la marcha de MacMahon fue muy lenta, por lo que el 30 de agosto fueron interceptadas por el Ejército prusiano, en la aldea Beaumont, sufriendo grandes pérdidas y viéndose obligado a retirarse en desbandada hacia la ciudad de Sedan, donde se libró la batalla decisiva. El 1 y 2 de septiembre, poco más de 100 mil franceses se enfrentan a 250 mil prusianos, que descargaron 250 piezas de artillería sobre el maltrecho ejército de MacMachon; éste cae herido en la refriega y nombra en el mando a Auguste Ducrot quien, sin embargo, es sustituido por el general E. Wimpffen, enviado desde París con la orden de no retroceder e intentar salvar al Ejército, a Bonaparte y al Imperio. Aunque las tropas francesas cargaron repetidas veces contra la artillería prusiana, fueron rechazados en cada intento, obligando al propio Napoleón, a pesar de la oposición de sus generales, a levantar la bandera de paz y enviar una carta con las condiciones para la rendición. La capitulación de Sedan significó la captura de más de 100 mil soldados hechos prisioneros, incluido el emperador de Francia, por parte del Ejército prusiano; esta situación, combinada con el bloqueo que sufría el ejército de Bazaine en Metz, despejó el camino a Prusia para avanzar hacia el corazón de Francia, pero también abrió las puertas de la revolución en París.


[1] Al respecto, Engels escribiría ese mismo día: “El ejército francés ha perdido toda iniciativa. Su movimientos están dictados menos por las consideraciones militares que por las necesidades políticas […] Si sus movimientos esperan ser determinados no por lo que se hace en el bando enemigo, sino por lo que sucede o pueda suceder en París, están desde este momento a medio camino de ser derrotados”